Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Se ha dicho repetidas veces
que las elecciones las ganan los partidos situados más al centro del espectro
político. Y se cita como ejemplo característico en la historia de nuestra
democracia el caso de la UCD, la Unión de Centro Democrático de Adolfo Suárez,
principal artífice de nuestra hoy por muchos olvidada transición, que superó el
enfrentamiento enconado de la Guerra Civil española.
Sin embargo, no parece que
esta afirmación se cumpliera cuando el PSOE de Rodríguez Zapatero, claramente
escorado a la izquierda, ganó las elecciones el 14 de marzo de 2004 y volvió a
ganarlas el 9 de marzo de 2008. Será que la excepción confirma la regla.
El propio expresidente del
Gobierno Felipe González, el político que más tiempo ha gobernado en España, en
su reciente artículo Pónganse de acuerdo,
publicado en Nueva Revista de la Universidad de La Rioja en internet el pasado
3 de julio, proponía dejar gobernar a la lista más votada cuando no haya otra
opción y se declaraba “partidario de los pactos, especialmente los pactos de
centralidad”.
Centralidad, el mantra mágico
contra el que en seguida se ha manifestado el también expresidente Rodríguez
Zapatero, que está volcándose en la presente campaña en favor de su émulo y
seguidor Pedro Sánchez.
Centrismo, centralidad, búsqueda
y apropiación del centro político. O sea, huir a toda costa de los extremos, y
se demoniza a la extrema derecha y a la derecha extrema, que en ataque de Pedro
Sánchez caracterizan al PP y a Vox.
Yo he vivido la evolución del
Partido Comunista, desde que Adolfo Suárez lo declarara legal el 9 de abril de
1977, lo que permitió a Santiago Carrillo presentarse a las elecciones
generales de ese año.
En los años ochenta, el
histórico partido se diluyó en Izquierda Unida. Y el nombre de Partido
Comunista no ha vuelto a figurar en las listas electorales de las convocatorias
que se han sucedido en España hasta el presente.
Lo cual no quiere decir que
el comunismo como opción política haya desaparecido del panorama español. Pero
saben los tardocomunistas que la sola denominación de comunismo espanta a una
mayoría de la población española y se refugian en formaciones como Podemos y,
ya de cara a las presentes elecciones generales, en la plataforma Sumar,
encabezada por la aún ministra de Trabajo y vicepresidenta segunda del Gobierno
de Pedro Sánchez Yolanda Díaz. Una militante comunista que las dos veces que se
presentó a presidenta de la Xunta en su feudo gallego obtuvo cero escaños.
Un partido como Podemos,
financiado por países tan democráticos como el Irán de los ayatolas, no puede
ocultar su extremismo. Extremismo que le lleva a defender y apoyar a regímenes,
estos sí manifiestamente comunistas o populistas, como la Cuba de los Castro y
la Venezuela de Chávez y Maduro.
Pedro Sánchez, antes de
llegar a la presidencia del Gobierno, conocía este extremismo de Podemos y
declaró que le quitaba el sueño aliarse con Pablo Iglesias. Lo que no le
impidió abrazarse con él y aceptarlo como aliado del Gobierno, al necesitarlo
para llegar a La Moncloa.
También aseguró repetidas
veces Pedro Sánchez que no pactaría con Bildu, a pesar de los cual ha pactado
con la formación terrorista e independentista para sacar adelante sus
presupuestos y leyes tan manifiestamente beneficiosas para los violadores
sexuales como la ley del sólo sí es sí.
Pero ahora resulta que el
presidente Sánchez, aliado con fuerzas extremistas, es la quintaesencia de la
moderación y quien califica de extrema derecha y derecha extrema al PP y a Vox,
partidos que acatan y defienden la Constitución, lo que no hacen sus socios y
aliados.
En un último y sorprendente
giro de este malabarista de la política, Pedro Sánchez se presenta como víctima
de los ataques virulentos de las fuerzas opuestas al progreso que él encarna.
Torpe será Núñez Feijóo si le
compra a Sánchez esa mercancía averiada de que pactar con Vox es extremismo.
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