24 de abril de 2022

¡Ay mascarilla!

 Las palabras y la vida 

Alberto Martín Baró

¡Ay mascarilla! No sé si escribir sobre ella en serio o en broma. Su nombre parece invitar a hacerlo en plan jocoso. No faltan chascarrillos y chistes sobre esta palabra que se nos ha hecho familiar desde los comienzos de la pandemia.

Sí, cuando el entonces ministro de Sanidad Salvador Illa y el director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias –pomposo cargo para alguien que demostró ser un inepto total– Fernando Simón decían que las mascarillas no servían para nada, pero era porque no se habían ocupado de adquirirlas. Para después decretar obligatorio su uso.

Cuando la sexta ola de la covid-19 aún no había remitido, se permitió no llevar la mascarilla en exteriores, siempre que se guardara la distancia social o de seguridad, separación que también ha ido cambiando con el tiempo y las ocurrencias de las autoridades sanitarias, aconsejadas por unos expertos que luego resultó que no existían o no eran tales.

El pasado 20 de abril se autorizó prescindir de la mascarilla en interiores con algunas excepciones, como hospitales, clínicas, centros de salud, residencias de mayores y transportes públicos, y dejando a las empresas la facultad de imponer o no el uso de la mascarilla a sus trabajadores.

¿Y qué hace la gente? Pues de su capa un sayo. Por la calle todavía se ve a más personas con mascarilla, sobre todo personas mayores, que sin ella. Y es que nos sentimos protegidos del virus por este molesto tapaboca, como en su momento nos sentimos inmunizados por la tercera vacuna.

¿Por qué se ha tomado la medida de dejar la utilización de la mascarilla en exteriores al buen criterio de la gente un 20 de abril y no el 19 o el 21? ¿Sabemos siquiera si ha descendido el número de muertes, de contagios, de ingresos hospitalarios y la incidencia acumulada, cuando el Gobierno de la nación hace malabarismos para ocultarnos la realidad, cambiando los criterios de evaluación?

Esta es la hora en que no tenemos una cifra fidedigna de fallecimientos por coronavirus en toda la pandemia.

Cuando en la pasada Semana Santa veía en televisión las aglomeraciones de fieles sin mascarilla y sin guardar la distancia de seguridad en las procesiones y otras celebraciones religiosas, me temí que después de las vacaciones hubiera un repunte de los estragos causados por el ómicron o cualquier otra variante del coronavirus. Pues bien, si se ha producido, ha sido silenciado por este Gobierno de la transparencia opaca para no alarmar al personal y desacreditar aún más, si es que ello fuera posible, la gestión de la pandemia por las administraciones central y autonómicas.

¡Ay mascarilla! Con su variedad quirúrgica azul y la FFP2, siglas en inglés de filtering face pieces, prendas de cara filtrantes, que los usuarios adquirían de los más variados diseños y colores. Atrás quedaron los días en que en las farmacias aparecía el letrero de “No hay mascarillas”. Y los comisionistas tendrán que buscarse otras vías para obtener pingües beneficios intermediando entre gobiernos y las empresas que las fabricaban.

Nos habíamos acostumbrado a llevar la mascarilla, de tal manera que ya no sabíamos si la teníamos puesta o no. A más de un amigo o conocido he dejado de saludar por no reconocerle. Aprovecho este blog para excusarme.

Y, oiga, han salido a relucir muchas caras guapas, con su nariz, su boca y su sonrisa al descubierto. Y sus mejillas, que riman con mascarillas.

Propongo a la Real Academia de la Lengua la mascarilla como palabra del año. Y nos haremos un selfie, otra palabra del año, aunque yo sigo prefiriendo autofoto, con mascarilla como recuerdo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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