Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Desde
la casa de la Avenida de la Reina Victoria en la que me alojo en mis estancias
en Santander se divisa la Bahía. Es este un privilegio que serena el alma, en
una ciudad que “eres novia del mar, / que se inclina a tus pies”, como cantara
el inolvidable Jorge Sepúlveda. “Sí, yo también dejaré tu bahía / y un recuerdo
en mi vida / que jamás borraré”.
Sería
el año 1964 o 1965 cuando acompañé a mi hermano Carlos a la consulta de un
otorrino en el Paseo de Pereda, que los santanderinos llaman el Muelle. Desde
el despacho del médico se podía contemplar una vista espléndida de la Bahía.
Cuando elogiamos este panorama, el doctor repuso: “Sí, pero no da dinero”.
En
un reciente viaje a la Costa Azul, nos hospedamos mi mujer y yo en el Hotel
Victoria –así en español–, en Roquebrune-Cap-Martin, separado de la costa solo
por una avenida. Pues bien, nuestra habitación no tenía vistas al mar, por lo
que su precio era inferior al de las habitaciones con vistas. Claro que las
vistas suponen dinero, contra el poco feliz comentario del médico santanderino,
aunque no se abran a una plaza de Florencia, como en la famosa película.
Vista
es una palabra polisémica, cuyos significados van desde el “Sentido corporal
con que los ojos perciben algo mediante la acción de la luz”, hasta el
“Panorama que se ofrece al espectador desde un punto”, según las definiciones
del Diccionario de la Real Academia Española que aquí me interesan.
Desde
la ventana del cuarto de estar de mi casa en El Espinar se divisa el monte de
Peña la Casa. Puedo estarme horas contemplando su mar de pinos. Por la ventana
del comedor que da al norte puedo ver el jardín. Un jardín es tanto un lugar
placentero en el que pasar el tiempo leyendo o no haciendo nada, como una
ampliación de verdor de las estancias de la casa.
Estoy
leyendo un pequeño gran libro del filólogo, escritor y traductor argentino
Mario Satz, titulado Pequeños paraísos.
El espíritu de los jardines. El autor hace un recorrido muy bien
documentado por los distintos tipos de jardines que se han sucedido a lo largo
de la historia: el griego, el persa, los jardines colgantes de Babilonia, el
jardín hindú, el chino, el Pardés o paraíso de la Kábala, el jardín japonés, el
sufí… Pero el capítulo que a mí más me ha conmovido es el primero “El paraíso,
símbolo y utopía”, que se abre con una cita del poeta, pintor y polígrafo chino
del siglo XVIII Zheng Banqiao: “El goce de la vida debería basarse en la
concepción del universo como un jardín”.
Todos,
creo yo con Mario Satz, llevamos en lo más íntimo de nuestro ser la impronta
del Edén, de un paraíso perdido, que ansiamos recuperar.
Las
vistas de los jardines que nos han hecho soñar, de los mares en que se han
bañado nuestros ojos, de las bahías y las playas de arenas doradas o
pedregosas, de los pinares y robledales, son un preludio de la contemplación
mística que yo, con el primer Juan Ramón, espero alcanzar en el Dios “deseado y
deseante”.
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