Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Las
normas sanitarias de la autonomía cántabra nos permiten pasear por la playa del
Sardinero sin mascarilla. Despojados de este aditamento que casi se había
convertido en parte consustancial de nuestro rostro, tengo de pronto la
impresión de que a quienes se cruzan conmigo les han crecido las narices. Como
si este apéndice tapado durante largo tiempo hubiera reclamado de pronto un
protagonismo que la pandemia le había negado.
Proa
de nuestra cara con la que navegamos por el mar de las relaciones humanas, no
me parece que, en general y salvo excepciones, sea un bello saliente de nuestro
rostro.
Los
poetas han dedicado elogios a los ojos, a los labios, incluso a la frente y a
los pómulos, pero no conozco requiebros poéticos o prosaicos a la nariz.
Todo
lo contrario. Las narices han sido con frecuencia objeto de burla y escarnio.
Recordemos
los versos de Quevedo parodiando la nariz de Góngora: “Érase un hombre a una
nariz pegado, / érase una nariz superlativa, / érase una nariz sayón y escriba,
/ érase un pez espada muy barbado”.
Cuando
estaba dándole vueltas a estas consideraciones nasales, programaron en la
Segunda de Televisión Española la película Cyrano
de Bergerac. Una nariz de tamaño descomunal acompleja al por lo demás
aguerrido e inspirado héroe, que únicamente se atreve a dirigir apasionados
requiebros a su adorada prima a través de un soso enamorado interpuesto. Solo
al final de la obra de Edmond Rostand cae en la cuenta la hermosa Roxana del
amor de Cyrano.
Ya
en tiempos modernos, al muñeco Pinocho le crece la nariz cada vez que miente.
Menos mal que el inveterado hábito de mentir no ha alterado las facciones del
bello Pedro Sánchez, que a falta de otras cualidades ha podido lucir palmito en
televisiones de Estados Unidos durante su reciente gira de promoción de sí
mismo, que no de España ni de nuestra economía.
El
plural ‘narices’ es utilizado en lenguaje coloquial para mostrar extrañeza,
sorpresa, disgusto, o también admiración: “¡Narices, cómo corre ese jugador!”.
Denota asimismo algo muy grande: “Hace un calor de narices”, o un estado de
cansancio o hartura: “Me tiene hasta las narices”.
O
sea, que la mayor parte de las veces el nombre de este apéndice facial se usa
en el lenguaje en sentido peyorativo.
¡Pobre
nariz tan denostada!
Los
especialistas del aparato respiratorio suelen aconsejar respirar por la nariz.
Yo he padecido durante años rinitis vasomotora, que alteraba mi sueño y me
provocaba insomnio, con “ansiedad, angustia y desesperación”. De un tiempo a
esta parte, y sin tratamiento médico, consigo inspirar a través de las fosas
nasales, con lo que duermo mejor.
No
quiero acabar esta entrada de mi blog sin añadir en desagravio de un órgano tan
imprescindible los placenteros momentos que nos brinda: así cuando respiramos
la brisa del mar, o cuando olemos el aroma de los pinos, o cuando nos llegan a
la pituitaria los vahos de un sabroso asado.
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