2 de febrero de 2020

La identidad


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Uno de los tópicos más frecuentes a los que recurren los nacionalistas para justificar sus afanes de secesión e independencia es el de la identidad. Así hemos oído declarar a representantes de las comunidades autónomas de Cataluña y del País Vasco en el Parlamento de España que ellos se sienten solo catalanes o solo vascos, de ningún modo españoles.
Imposible rebatir tales sentimientos. Cada cual es muy libre de sentirse como le plazca. Ahora bien, ¿cómo plantear un debate serio y racional sobre la organización territorial de España basándose en sentimientos individuales?
Una primera objeción a las pretensiones de quienes solo se sienten catalanes o vascos de tener su propio Estado independiente es muy sencilla: no existe una relación lógica entre un sentimiento identitario y la necesidad de independencia territorial.
Una segunda objeción es una pregunta: ¿Qué pintan tales independentistas catalanes y vascos en el Parlamento español? No quiero pensar que solo les mueva el interés económico de cobrar unos sustanciosos sueldos más dietas y otras gabelas, que costeamos con nuestros impuestos todos los españoles.
Si se me arguye que los independentistas ejercen su legítimo derecho a la libertad de expresión, ya cuentan los tales políticos con sus respectivos parlamentos autonómicos donde dar rienda suelta a sus sentires exclusivamente catalanes o vascos. Y si de lo que tratan es de socavar la unidad de la Nación española desde dentro de la propia sede de la soberanía de España, entonces lo que no se entiende es que el Estado, el Gobierno y el resto de las instituciones españolas permitan tales ataques al primer artículo de nuestra Constitución.
Las Constituciones o leyes fundamentales de la inmensa mayoría de los países establecen firmes salvaguardas de su unidad territorial.
En cuanto al derecho de autodeterminación que a menudo invocan los secesionistas, la ONU solo lo reconoce a aquellos territorios sometidos por colonización. Lo que no es ni de lejos el caso de Cataluña ni del País Vasco, dos comunidades autónomas dotadas de amplias competencias. Por no hablar del reconocimiento expreso de sus propias lenguas, que a menudo es utilizado para atacar y reprimir el uso de la lengua común, el castellano, lo cual redunda en claro perjuicio de los hablantes catalanes y vascos. El bilingüismo es una riqueza que abre a los individuos muchas puertas, no solo laborales, sino también de comunicación con otros pueblos. Las lenguas han sido concebidas y creadas como medios de entendernos las personas, no de dividirnos y enfrentarnos.
La identidad del ser humano supera con mucho la dimensión política con la que la utilizan los nacionalismos. Y, desde luego, la función administrativa, a la que sirve el carnet de identidad, el DNI.
Afortunadamente somos más que los sentimientos de los nacionalistas y que los datos del DNI. Son recurrentes las preguntas que, en la historia de la filosofía y de las religiones, han dado lugar a una gran diversidad de respuestas: ¿Qué somos? ¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos?
La familia en cuyo seno hemos nacido y el lugar de nacimiento, la patria chica, desempeñan un papel importante en la configuración de nuestra personalidad, pues moldean la infancia, en la que hunden sus raíces muchas de nuestras emociones y vivencias. Sin que la pertenencia a una determinada comunidad represente un sello exclusivo y de confrontación con otros pueblos. Como tampoco lo debe representar la patria grande, en este caso España, a la que aprendemos a conocer a lo largo de nuestra formación, estudios y experiencia.
He nacido en Valladolid y reconozco la impronta que esta recia ciudad castellana y sus gentes dejaron en mi personalidad, pero la vida me ha llevado a otros muchos lugares de España y del extranjero. He pasado gran parte de mi existencia adulta en Madrid y he experimentado los gozos y las sombras, las ventajas y los inconvenientes de la gran ciudad. Al jubilarme me instalé en El Espinar, pueblo que me acogió con el abrazo de sus gentes y de sus pinares.
De la patria grande, España, soy conocedor y heredero de su cultura, de sus grandes hombres, pensadores, literatos y artistas, de sus grandezas y miserias. Amo a España, pero no enarbolo su bandera contra otras naciones o sentires.
Como también me siento europeo, si por Europa entendemos una civilización que arranca de las antiguas Grecia y Roma, y que no se concibe sin el cristianismo y el humanismo vinculado al mensaje de Jesucristo.
Me considero ciudadano del mundo y, en palabras del apologista cristiano Tertuliano, “hombre, y nada humano me es ajeno”.
Finalmente, como creyente a trancas y barrancas, sé que soy criatura e hijo de Dios. No echo al creador la culpa de mis imperfecciones y males. Pero, si algo de bueno, de amor al prójimo, hay en mí, es la semilla que el Padre nuestro de los cielos y mis padres terrenales sembraron en mí.

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