Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Uno de los tópicos más frecuentes a los que recurren los
nacionalistas para justificar sus afanes de secesión e independencia es el de
la identidad. Así hemos oído declarar a representantes de las comunidades
autónomas de Cataluña y del País Vasco en el Parlamento de España que ellos se
sienten solo catalanes o solo vascos, de ningún modo españoles.
Imposible rebatir tales sentimientos. Cada cual es muy libre
de sentirse como le plazca. Ahora bien, ¿cómo plantear un debate serio y
racional sobre la organización territorial de España basándose en sentimientos
individuales?
Una primera objeción a las pretensiones de quienes solo se
sienten catalanes o vascos de tener su propio Estado independiente es muy
sencilla: no existe una relación lógica entre un sentimiento identitario y la
necesidad de independencia territorial.
Una segunda objeción es una pregunta: ¿Qué pintan tales
independentistas catalanes y vascos en el Parlamento español? No quiero pensar
que solo les mueva el interés económico de cobrar unos sustanciosos sueldos más
dietas y otras gabelas, que costeamos con nuestros impuestos todos los
españoles.
Si se me arguye que los independentistas ejercen su legítimo
derecho a la libertad de expresión, ya cuentan los tales políticos con sus
respectivos parlamentos autonómicos donde dar rienda suelta a sus sentires
exclusivamente catalanes o vascos. Y si de lo que tratan es de socavar la
unidad de la Nación española desde dentro de la propia sede de la soberanía de
España, entonces lo que no se entiende es que el Estado, el Gobierno y el resto
de las instituciones españolas permitan tales ataques al primer artículo de nuestra
Constitución.
Las Constituciones o leyes fundamentales de la inmensa
mayoría de los países establecen firmes salvaguardas de su unidad territorial.
En cuanto al derecho de autodeterminación que a menudo
invocan los secesionistas, la ONU solo lo reconoce a aquellos territorios
sometidos por colonización. Lo que no es ni de lejos el caso de Cataluña ni del
País Vasco, dos comunidades autónomas dotadas de amplias competencias. Por no
hablar del reconocimiento expreso de sus propias lenguas, que a menudo es
utilizado para atacar y reprimir el uso de la lengua común, el castellano, lo
cual redunda en claro perjuicio de los hablantes catalanes y vascos. El
bilingüismo es una riqueza que abre a los individuos muchas puertas, no solo
laborales, sino también de comunicación con otros pueblos. Las lenguas han sido
concebidas y creadas como medios de entendernos las personas, no de dividirnos
y enfrentarnos.
La identidad del ser humano supera con mucho la dimensión
política con la que la utilizan los nacionalismos. Y, desde luego, la función
administrativa, a la que sirve el carnet de identidad, el DNI.
Afortunadamente somos más que los sentimientos de los
nacionalistas y que los datos del DNI. Son recurrentes las preguntas que, en la
historia de la filosofía y de las religiones, han dado lugar a una gran
diversidad de respuestas: ¿Qué somos? ¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos?
La familia en cuyo seno hemos nacido y el lugar de
nacimiento, la patria chica, desempeñan un papel importante en la configuración
de nuestra personalidad, pues moldean la infancia, en la que hunden sus raíces
muchas de nuestras emociones y vivencias. Sin que la pertenencia a una determinada
comunidad represente un sello exclusivo y de confrontación con otros pueblos. Como
tampoco lo debe representar la patria grande, en este caso España, a la que
aprendemos a conocer a lo largo de nuestra formación, estudios y experiencia.
He nacido en Valladolid y reconozco la impronta que esta
recia ciudad castellana y sus gentes dejaron en mi personalidad, pero la vida
me ha llevado a otros muchos lugares de España y del extranjero. He pasado gran
parte de mi existencia adulta en Madrid y he experimentado los gozos y las
sombras, las ventajas y los inconvenientes de la gran ciudad. Al jubilarme me
instalé en El Espinar, pueblo que me acogió con el abrazo de sus gentes y de
sus pinares.
De la patria grande, España, soy conocedor y heredero de su
cultura, de sus grandes hombres, pensadores, literatos y artistas, de sus
grandezas y miserias. Amo a España, pero no enarbolo su bandera contra otras
naciones o sentires.
Como también me siento europeo, si por Europa entendemos una
civilización que arranca de las antiguas Grecia y Roma, y que no se concibe sin
el cristianismo y el humanismo vinculado al mensaje de Jesucristo.
Me considero ciudadano del mundo y, en palabras del
apologista cristiano Tertuliano, “hombre, y nada humano me es ajeno”.
Finalmente, como creyente a trancas y barrancas, sé que soy
criatura e hijo de Dios. No echo al creador la culpa de mis imperfecciones y
males. Pero, si algo de bueno, de amor al prójimo, hay en mí, es la semilla que
el Padre nuestro de los cielos y mis padres terrenales sembraron en mí.
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