Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Hoy quiero olvidarme de las elecciones, de las pasadas y de
las próximas. Si les interesa la política, no tienen más que leer cualquiera de
los más del 90 por ciento de los artículos de opinión que tratan, de un modo o
de otro, de la res publica.
Me dice un vecino de la casa en que vivo en Madrid, a
caballo con la de El Espinar, que él pensaba que yo no escribía de política,
que lo mío eran sobre todo los temas costumbristas o los relacionados con el
lenguaje. Razón que le sobra a Manuel, hombre grande, cordial y conversador. De
hecho, llamé a esta mi sección en El Adelantado, un 26 de abril de 2006, “Las
palabras y la vida”, y así la sigo denominando. Para que, si se me agotaban los
asuntos que la vida cotidiana me brinda, siempre podía echar mano de las
palabras, del lenguaje.
Pues bien, he andado estos días enredado en cuáles puedan
ser, a estas alturas de mis ochenta años recién cumplidos, mis deseos y mis
ilusiones. Me pregunta mi hija qué regalo quiero por mi cumpleaños. Y no se me
ocurre qué responderle. ¿Una camisa, un libro, una colonia? La ropa me dura
decenios, tengo alguna chaqueta en buen estado que heredé de mi padre. Y sobre
la mesita de novedades –sí, ya sé que suena pretencioso– se amontonan libros
que aún no he leído. No soy muy de perfumarme, pero en una repisa del cuarto de
baño hay frascos de colonia de Maderas de Oriente, de Álvarez Gómez y de Pedro
del Hierro medio llenos. Al final le digo que me regale Una historia de
España, de Arturo Pérez Reverte.
¿O sea que no desea usted algo que le haga gran ilusión? ¿Un
viaje, como suelen contestar los concursantes cuando se les pregunta qué harían
si consiguieran el premio en metálico por el que concursan?
Ya saben mis allegados que soy reacio a viajar, por las
incomodidades que comporta. Se ponderan los grandes beneficios que proporciona
conocer otros países y otras culturas. No lo cuestiono. Pero ¿el azacanado
turista puede penetrar en el arte y en el sentir de los pueblos que visita,
cuando el desconocimiento de la lengua vernácula de sus habitantes le impide
entrar en un contacto medianamente válido con ellos?
No juego a la lotería. ¿Qué haría con una elevada cantidad
de dinero, siendo así que ya no tengo edad ni capacidad para, por ejemplo,
montar un negocio o una empresa y crear puestos de trabajo? Sí, podría ayudar
económicamente a mis hijos, o donar ese dinero a Cáritas o a alguna ONG como
Música para salvar vidas. Pero me estoy refiriendo a lo que a mí me gusta y
hace ilusión en un plano de gozo personal.
Al envejecer, ¿merman o incluso desaparecen los deseos, los
gustos, las aficiones? Paso revista a las cosas con las que disfruto. Y se alza
sobre todas las demás el salir al campo a caminar, contemplar el paisaje, los
verdes prados y el pinar. O pasear por la playa del Sardinero, dejando que la
arena vivifique mis pies y el mar dilate mi horizonte.
He dicho que prima en mis aficiones el paseo al aire libre.
Me corrijo ligeramente. Al mismo nivel de satisfacción se sitúa escuchar música.
La clásica de Mozart, la inmortal de Beethoven, la romántica de Chopin y
Schubert, el piano de Granados y Albéniz… Las viejas canciones que nunca pasan
de moda. Ya me recreo por anticipado con la “Serenata de primavera” con que nos
deleitará a final de este mes Maristela Gruber, acompañada por Lucho Baigo a la
guitarra y Lorenzo Moya al piano: bossas, boleros, tangos…
Claro que disfruto con la lectura. He sido lector
empedernido desde mi infancia. Pasé ratos inolvidables con los Guillermos de
Richmal Crompton, los Tarzanes de Edgar Rice Burroughs, en las praderas del
Oeste de Zane Grey y en los bosques de Canadá con las heroínas de largas
cabelleras de James Oliver Curwood, y hasta con los cuentos de Celia de Elena
Fortún que compraba mi hermana mayor, pues eran para chicas…
He leído mucho, por devoción y también por obligación en mi
trabajo de editor y traductor. Hoy, qué quieren que les diga, me echan para
atrás los tomos voluminosos. Me inclino por el relato corto, con capítulos que
no pasen de dos o tres páginas.
Los gustos son, por lo común, puntuales. Las aficiones, por
definición, más duraderas. No tengo cuenta en Facebook, ni en Twitter, ni en
Instagram. Así que no despacho con un “like” lo que me gusta.
Y sí, me gusta volver a ver las películas del viejo
Hitchcock, las grandes epopeyas del Oeste americano, o las versiones
cinematográficas de las novelas de Jane Austen. Me toman el pelo mi hijo
Guillermo y Teresa, nieta de mi mujer, porque procuro no perderme en la Primera
de TVE las comedias románticas alemanas de la sobremesa de los sábados y
domingos. Son luminosas, con bellísimos paisajes y final feliz. En Estocolmo,
en Cornualles y en Baviera no llueve y brilla el sol.
Mi mayor ilusión es que mi vida tenga un final feliz. Y
pienso que así será si amo a quienes me rodean. Pues al atardecer nos
examinarán del amor.
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