Las
palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Al Gobierno de
Mariano Rajoy se le ha reprochado, a menudo con razón, actuar tarde y a
remolque de los hechos delictivos cometidos por los gobernantes y por el Parlamento
de Cataluña. También se le ha acusado, en muchos casos con motivos
justificados, de no tener medidas previstas ante lo que venían anunciando que
harían los independentistas catalanes.
Sin embargo, el
pasado día 27 de octubre, en cuanto el pleno del Senado dio luz verde a una
aplicación, por cierto bastante limitada, del Artículo 155 de la Constitución
Española, el presidente Rajoy y su gabinete, reunidos en un Consejo de
Ministros extraordinario, salieron de su habitual parsimonia y tomaron con insólita
rapidez una serie de decisiones que esa misma noche fueron publicadas en el
BOE.
Claro que habían
tenido tiempo más que sobrado para preparar la respuesta a la declaración
unilateral de independencia, tantas veces anunciada y aplazada, que esa tarde
habían ratificado en votación secreta unos parlamentarios acobardados ante las
posibles consecuencias administrativas y penales que podía acarrearles su
acción.
Consecuencias que,
como digo, en esta ocasión no se han hecho esperar. Por de pronto, el presidente
Puigdemont, el vicepresidente Junqueras y los demás consejeros de la
Generalidad han sido destituidos de sus cargos y funciones, y el Parlament ha
sido disuelto.
Me lamentaba y
extrañaba yo en mi artículo “¿Qué va a pasar en Cataluña?”, publicado el miércoles
de la semana anterior en esta página de El Adelantado, de que los máximos
responsables de la violación de las leyes vigentes siguieran libres y
jactándose de hacer caso omiso de las sentencias del Tribunal Constitucional y
de otras instancias judiciales. Porque el golpe de Estado había sido ya
perpetrado por el Parlament en la aprobación de las leyes del Referéndum y de
Transitoriedad los días 6 y 7 de septiembre. La celebración del anunciado
Referéndum el 1 de octubre, aunque careciera de las mínimas garantías de
validez jurídica y democrática, fue un paso más en ese golpe de Estado, que
ninguna presunta mayoría ni supuesto mandato del pueblo catalán puede
justificar, ni legalizar, ni legitimar.
Los mismos
independentistas saben que la independencia no goza en Cataluña de un apoyo
mayoritario, por más que se falseen las cifras de participación y de votos a
favor de una República catalana independiente.
Pero lo más llamativo
en la declaración de independencia por el Parlament es la insólita improvisación
que denota tal acto parlamentario. ¿No llevan los gobernantes independentistas
preparando la secesión durante años? Pues, siendo esto así, ¿cómo no habían
previsto la reacción del Gobierno de la Nación y del Estado español?
Y con ser grave esta
falta de previsión, desde su misma óptica separatista, aún mayor gravedad e
irresponsabilidad entraña la ausencia de respuestas a múltiples cuestiones
concretas para la puesta en marcha de una República catalana independizada de
España. Se han hartado de afirmar que una Cataluña independiente seguiría
dentro de la Unión Europea, cuando todas las autoridades de esta organización
han afirmado reiteradamente lo contrario.
¿Cómo no habían
contado con la fuga masiva de las principales empresas asentadas en Cataluña? ¿Cómo
podrá la República catalana independiente financiarse sin las ayudas del Banco
Central Europeo y del Fondo de Liquidez Autonómico español? ¿Qué moneda será de
curso legal en la Cataluña independiente, una vez que no pueda circular el
euro? ¿Qué organismo pagará las nóminas de los funcionarios, incluidos los
mismos gobernantes y parlamentarios catalanes, en una República que está
técnicamente en quiebra? ¿Quién abonará las pensiones a los jubilados, quién
hará frente a los gastos de la Sanidad y la Educación? ¿Será la bandera oficial
de la Cataluña independiente la señera o la estelada?
Sí hemos oído que
siguen cantando como himno “nacional” Els Segadors, cuya letra a mí me parece
terrible, pero no aprecié alegría ni entusiasmo en los parlamentarios y alcaldes
independentistas que lo entonaron.
Todo ello me lleva a
la conclusión de que ni los mismos independentistas se creían que la República
catalana separada de España iba en serio. Tan poco en serio que su vida ha sido
nonata.
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