Las
palabras y la vida
Alberto Martín Baró
En el pleno del Parlamento
catalán del pasado 10 de octubre, el presidente de esta Comunidad Autónoma
proclamó solemnemente la independencia de Cataluña, para acto seguido pedir al
Parlamento que suspendiera dicha independencia, con el fin de ofrecer diálogo
al Gobierno español.
No es Carles
Puigdemont el único político que recurre a este mantra del “diálogo” como
solución mágica a cualquier problema. Y ay de aquel que se niegue al diálogo.
Inmediatamente será tachado de intransigente, de inmovilista y, sobre todo, de
antidemócrata. Pues, en el concepto de democracia que hoy predomina, la
disposición a dialogar se considera uno de los fundamentos indiscutibles.
Sin embargo, el
diálogo es una palabra vacía si no va acompañada de una precisión
indispensable: diálogo sobre qué. Cuando los gobernantes independentistas
insisten en que no darán marcha atrás en el proceso de constituir a Cataluña
como un Estado independiente, ¿qué diálogo cabe con el presidente del Gobierno
de España, que incurriría en la misma ilegalidad y en el mismo delito que
Puigdemont, sus ministros y el Parlamento catalán, si aceptara una declaración
de independencia contra la Constitución Española, que establece que “la
soberanía nacional reside en el pueblo español“ (Artículo 1), o sea no en una
parte de este pueblo, y que “la Constitución se fundamenta en la indisoluble
unidad de la Nación española” (Artículo 2)?
Otra palabra vacía
que la actual crisis política ha puesto de relieve es “votar”. Los
independentistas catalanes se han hartado de acusar al Gobierno español de
tratar de impedir que los catalanes ejercieran su derecho al voto en el
referéndum ilegal del 1 de octubre. Y, como en el caso del diálogo, se acentúa
el valor democrático de la acción de votar. Pues bien, votar sin más es un
dicho vano si no se precisa cuál es el objeto del voto en cuestión. Y en el
referéndum del 1-O la pregunta que se proponía a los votantes era
inconstitucional: “Quiere que Cataluña sea un Estado independiente en forma de
república”.
“Libertad de
expresión” constituye asimismo, en este caso no una palabra, sino una locución,
carente de contenido, a menos que vaya acompañada de una necesaria acotación
que marque los límites de este derecho fundamental del ser humano. Límites que
vienen dados por los derechos de otras personas, que no es lícito vulnerar:
nadie tiene libertad para injuriar a otro, para calumniarle, para incitar al
odio, o para hacer apología del terrorismo y de la violencia…
Otra fórmula huera
muy en boga entre los nacionalistas y quienes los apoyan es “el derecho a
decidir”. También aquí se impone preguntar ¿decidir qué? Todos podemos tomar
decisiones que nos conciernen a nosotros mismos, sobre lo que queremos y
hacemos, y aun esto con múltiples limitaciones derivadas de nuestras carencias
y de los condicionamientos del entorno natural y social. Pero ¿existe un
derecho a decidir sobre los demás, sobre sus vidas y haciendas?
Claro que en realidad
a lo que apunta esta expresión es al derecho de libre determinación de los
pueblos, más conocido como “derecho de autodeterminación”. A saber, el derecho
de un pueblo a decidir su forma de gobierno y a dotarse de las estructuras e
instituciones sociales y económicas que la mayoría elija. Y suele apelarse a la
Organización de las Naciones Unidas como máxima garante de este derecho,
olvidando arteramente que la ONU tan solo lo reconoce a los pueblos colonizados
o de cualquier otra forma sometidos, pero no a los que integran un Estado
soberano y democrático como es España.
Dichos vanos,
expresiones vacías. Como responde Hamlet a la pregunta de Polonio de qué estaba
leyendo: “Palabras, palabras, palabras”.
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