19 de octubre de 2017

Palabras vacías

Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

En el pleno del Parlamento catalán del pasado 10 de octubre, el presidente de esta Comunidad Autónoma proclamó solemnemente la independencia de Cataluña, para acto seguido pedir al Parlamento que suspendiera dicha independencia, con el fin de ofrecer diálogo al Gobierno español.
No es Carles Puigdemont el único político que recurre a este mantra del “diálogo” como solución mágica a cualquier problema. Y ay de aquel que se niegue al diálogo. Inmediatamente será tachado de intransigente, de inmovilista y, sobre todo, de antidemócrata. Pues, en el concepto de democracia que hoy predomina, la disposición a dialogar se considera uno de los fundamentos indiscutibles.
Sin embargo, el diálogo es una palabra vacía si no va acompañada de una precisión indispensable: diálogo sobre qué. Cuando los gobernantes independentistas insisten en que no darán marcha atrás en el proceso de constituir a Cataluña como un Estado independiente, ¿qué diálogo cabe con el presidente del Gobierno de España, que incurriría en la misma ilegalidad y en el mismo delito que Puigdemont, sus ministros y el Parlamento catalán, si aceptara una declaración de independencia contra la Constitución Española, que establece que “la soberanía nacional reside en el pueblo español“ (Artículo 1), o sea no en una parte de este pueblo, y que “la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española” (Artículo 2)?
Otra palabra vacía que la actual crisis política ha puesto de relieve es “votar”. Los independentistas catalanes se han hartado de acusar al Gobierno español de tratar de impedir que los catalanes ejercieran su derecho al voto en el referéndum ilegal del 1 de octubre. Y, como en el caso del diálogo, se acentúa el valor democrático de la acción de votar. Pues bien, votar sin más es un dicho vano si no se precisa cuál es el objeto del voto en cuestión. Y en el referéndum del 1-O la pregunta que se proponía a los votantes era inconstitucional: “Quiere que Cataluña sea un Estado independiente en forma de república”.
“Libertad de expresión” constituye asimismo, en este caso no una palabra, sino una locución, carente de contenido, a menos que vaya acompañada de una necesaria acotación que marque los límites de este derecho fundamental del ser humano. Límites que vienen dados por los derechos de otras personas, que no es lícito vulnerar: nadie tiene libertad para injuriar a otro, para calumniarle, para incitar al odio, o para hacer apología del terrorismo y de la violencia…
Otra fórmula huera muy en boga entre los nacionalistas y quienes los apoyan es “el derecho a decidir”. También aquí se impone preguntar ¿decidir qué? Todos podemos tomar decisiones que nos conciernen a nosotros mismos, sobre lo que queremos y hacemos, y aun esto con múltiples limitaciones derivadas de nuestras carencias y de los condicionamientos del entorno natural y social. Pero ¿existe un derecho a decidir sobre los demás, sobre sus vidas y haciendas?
Claro que en realidad a lo que apunta esta expresión es al derecho de libre determinación de los pueblos, más conocido como “derecho de autodeterminación”. A saber, el derecho de un pueblo a decidir su forma de gobierno y a dotarse de las estructuras e instituciones sociales y económicas que la mayoría elija. Y suele apelarse a la Organización de las Naciones Unidas como máxima garante de este derecho, olvidando arteramente que la ONU tan solo lo reconoce a los pueblos colonizados o de cualquier otra forma sometidos, pero no a los que integran un Estado soberano y democrático como es España.
Dichos vanos, expresiones vacías. Como responde Hamlet a la pregunta de Polonio de qué estaba leyendo: “Palabras, palabras, palabras”.

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