Las palabras y la vida
Comenzaré por el agua de la dana, que precedió a los fuegos y al viento.
Ojalá
esa agua viniera a apagar los incendios que asolan España. Porque, al ver las
imágenes que a todas horas nos frece la televisión, tengo la impresión de que
el agua de las mangueras no consigue sofocar los fuegos, que continúan
arrasando los campos, los montes, los bosques, los poblados. Diríase que se
ríen del agua, incluida el agua que arrojan los medios aéreos.
¿Y
el viento? Yo siempre había pensado que una fuerte ráfaga de viento lograría
apagar un fuego. Pues no, el fuego de los incendios de este tórrido verano al
parecer los vientos cambiantes lo avivan, o hacen que brote a unos metros de
distancia.
Llego
a la conclusión de que mi sentido de la vista me engaña. En cambio, no hay
engaño posible en otros medios más contundentes para atajar los incendios, como
son los cortafuegos, o los tractores y otras máquinas que aplastan las zonas
que arden.
Dejando
a un lado las trampas visuales, me planteo la pregunta clave. ¿Qué o quién
provoca el fuego? He oído o leído toda suerte de respuestas y explicaciones, y
todas tienen su parte de razón: el calor extremo de este verano, el abandono
del campo, de los montes y de los bosques, la población rural envejecida, los
jóvenes que huyen de las tareas del campo y emigran a las ciudades, la mano del
hombre, bien sea el pirómano o incendiario, o del que busca un interés espurio,
una venganza o la satisfacción de un desequilibrio psicológico, o preparar el
terreno para instalar paneles solares y molinos eólicos, la multitud de normas
y administraciones… Al Gobierno de la nación, la mayoría de cuyos ministros y
el propio presidente han estado ausentes de los escenarios del fuego hasta que
se han dignado hacer acto de presencia en algunos incendios, digo que al
Gobierno central hay que añadir las comunidades autónomas, las diputaciones,
los ayuntamientos..., con competencias que se solapan y al final resultan
inoperantes. A menudo son los propios vecinos de los pueblos los que tienen que
hacer frente al fuego con medios rudimentarios.
Puesto
a aportar una solución al problema de los incendios, me inclino por la que veo
en el campo de El Espinar. Y no es otra que las vacas pastando en un prado.
Y
frente a esta imagen positiva, otra negativa. Estoy sentado en uno de los bancos
de madera del parque de Cipriano Geromini y observo a mis pies unas cuantas
colillas. Si estos restos de fumadores irresponsables, en vez de haber caído en
un suelo donde no hay nada que quemar, hubieran sido arrojados en los rastrojos
y las pajas que han quedado sin recoger por todo El Espinar, tendríamos el
fuego garantizado.
De
nada sirve el cartel que esta misma tarde he divisado, yendo a fotografiar el
antiguo depósito de agua, hoy sin tejado, por cuyo ojo de buey arrojábamos
piedras de niños, cartel que reza “Peligro de incendio”.
Mi
salud deteriorada me impide actualmente caminar por el bosque. Pero no puedo
olvidar el estado de abandono de muchas zonas de pinar. Quiera Dios que a estos
pinares sólo lleguen cenizas y pavesas de los cercanos incendios de Las Navas
del Marqués y de Urraca Miguel, y no el fuego que contrastaría con el nombre de
Aguas Vertientes de este monte tan cercano a mi casa.
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