Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Estamos
mi hijo Guillermo y yo a media tarde sentados a la sombra de la casa, en una de
las escasas treguas que este verano caluroso nos da, incluso en El Espinar.
Guillermo
me enseña un libro que ha comprado en Londres y que contiene unos preciosos
dibujos de aves a todo color en 64 láminas con los nombres en inglés de las
aves dibujadas.
Nos
hemos tomado el trabajo de buscar el nombre en español de las distintas especies,
pues los ingleses son muy suyos y no incluyen los nombres en latín de las aves
dibujadas.
Con
paciencia identificamos al petirrojo, dos ejemplares del cual, que deben de ser
macho y hembra, son asiduos de nuestro jardín.
Palomas,
águilas, búhos, patos, herrerillos, picapinos, cisnes, halcones, golondrinas,
ruiseñores…, la lista completa se haría interminable.
Dando
un salto en el tiempo, evoco a mi madre, Alicia Baró, que cantaba “El milagro
de san Antonio”. Se preguntará algún lector qué tiene que ver esta canción con
los pájaros. Pues tiene que ver y mucho, porque en un determinado pasaje del
milagro salen a relucir los nombres de los pajaritos que el niño Antonio deja
salir de la habitación en la que los había encerrado para que, mientras su padre
estaba en misa, no picaran el sembrado.
Espinariegos
seguidores del Nuevo Mester de Juglaría conocerán la versión que este grupo
hizo del milagro que cantaba mi madre.
A
los amantes de pájaros y aves les invito a escuchar el final del milagro de san
Antonio, en el que el autor de la letra hace un alarde de conocimiento
ornitológico.
“Ea, pajaritos, ya podéis salir.
águilas,
grullas y corzas,
avutardas,
gavilanes,
lechuzas,
mochuelos, grajos.
Salgan
las urracas,
tórtolas,
perdices,
palomas,
gorriones
y
las codornices.
Salga
el cuco y el milano,
zorzal
y andarríos,
canarios
y ruiseñores,
tordos,
jilgueros y mirlos.
Salgan
verderones,
y
las cardelinas,
también
cogujadas
y
las golondrinas”.
No pocas de estas aves acudían por orden de su
tamaño, empezando por las más pequeñas, a picotear las migas que mi primera
mujer, Ana, la madre de Guillermo, les echaba en el jardín de nuestra casa de
El Robledal, que hoy conserva con amor Isabel Codina.
Yo
tuve que comprar una guía para identificar a los distintos pájaros y aves, que
con fidelidad se ajustaban a la descripción de la guía.
Estando
sentado en una hamaca en el jardín de dicha casa, nunca logré ver al cuco, cuyo
canto insistente sí que oía.
Porque
“el cuco, no es mito, lo trae san Benito”.
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