Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Pocas
de mis amistades saben que yo fui jesuita. Y ¿por qué lo confieso ahora en este
blog? Pues por el mismo deseo de sinceridad que me ha llevado a declarar el
cáncer de próstata que padezco.
Con
lo cual no quiero decir que el tiempo pasado por mí en la Compañía de Jesús
fuera comparable a un tumor. En esos años, que no fueron pocos, quiero recordar
que unos doce, predominó lo bueno de mi vocación religiosa.
Me
he preguntado a menudo qué me llevó a ingresar en el noviciado de los jesuitas
en Orduña y he de reconocer que en esa decisión desempeñó un importante papel
el temor, el miedo a una condenación eterna que se nos inculcaba en los
Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola.
Pero
sería injusto afirmar que solo me motivaba ese aspecto negativo. Un factor
positivo que a lo largo de toda mi vida, incluido el presente, me ha movido es
el afán de perfección, de hacer las cosas lo mejor posible, hasta el punto de
que a veces sospecho si no padeceré el TOC, el trastorno obsesivo compulsivo.
La
formación jesuítica contiene muchos elementos que apuntan al propio
perfeccionamiento, humano y espiritual. Esa perfección busca sobre todo la
unión con Dios.
Ya
en el principio y fundamento que encabeza los Ejercicios Espirituales de San
Ignacio se declara: “El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir
a Dios nuestro Señor en esta vida y, mediante esto, salvar su alma”.
Con
el paso de los años me he preguntado a menudo, al conocer más a fondo la figura
y el mensaje de Jesús de Nazaret, si no faltaba, si no falta, en la formación
jesuítica el amor al prójimo: “Amaos como yo os he amado”.
Pienso
que mi hermano Nacho, que fue fiel a su vocación de jesuita y que murió en El
Salvador a manos del Ejército, sí dio su vida por el prójimo, como la dio
Jesucristo.
Sí,
en el noviciado hacíamos penitencia, nos poníamos el cilicio, nos azotábamos
con la disciplina. Al final del noviciado hacíamos los votos de pobreza,
castidad y obediencia.
En
el juniorado estudiábamos lenguas clásicas, latín y griego, y humanidades,
incluida la literatura española y universal.
En
la etapa de Filosofía, que yo cursé en Loyola un año y luego dos en Pullach
(Alemania), nos adentramos en los arcanos de la escolástica y del tomismo sobre
todo, sin desdeñar a los filósofos modernos.
Acabados
los estudios filosóficos, la formación jesuítica incluía dos o tres años de
magisterio en un colegio de la orden. Yo hice solo uno, en el colegio de la
Merced de Burgos, y dediqué otro a convalidar los estudios que había hecho en
Pullach bei München.
Los
estudios de Teología me llevaron a la Universidad Pontificia de Comillas. Yo
bajaba de los altos de la Universidad al pueblo a dar clases de francés a un
grupo de jóvenes, entre los que estaba Carmen Mari, cuya amistad me precio de
conservar hoy día.
Por
razones que aún ignoro, la facultad de Teología se trasladó a Madrid y en esta
ciudad aún cursé tres años. Pero antes de ordenarme sacerdote, pedí las cartas
dimisorias. Ya con anterioridad había manifestado a mis superiores mi deseo de dejar
la orden. No me veía en un colegio dando clases ni en una iglesia diciendo misa
y oficiando otras ceremonias litúrgicas.
Quizá,
si me hubieran destinado a El Salvador como a mi hermano Nacho, la entrega al
prójimo me habría mantenido como a él fiel a la Compañía de Jesús.
De
Jesucristo y de Nacho he recibido el afán, no siempre cumplido, de dar amor a
cuantos me rodean.
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