13 de abril de 2025

Yo confieso

 Las palabras y la vida 

Alberto Martín Baró

Pocas de mis amistades saben que yo fui jesuita. Y ¿por qué lo confieso ahora en este blog? Pues por el mismo deseo de sinceridad que me ha llevado a declarar el cáncer de próstata que padezco.

Con lo cual no quiero decir que el tiempo pasado por mí en la Compañía de Jesús fuera comparable a un tumor. En esos años, que no fueron pocos, quiero recordar que unos doce, predominó lo bueno de mi vocación religiosa.

Me he preguntado a menudo qué me llevó a ingresar en el noviciado de los jesuitas en Orduña y he de reconocer que en esa decisión desempeñó un importante papel el temor, el miedo a una condenación eterna que se nos inculcaba en los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola.

Pero sería injusto afirmar que solo me motivaba ese aspecto negativo. Un factor positivo que a lo largo de toda mi vida, incluido el presente, me ha movido es el afán de perfección, de hacer las cosas lo mejor posible, hasta el punto de que a veces sospecho si no padeceré el TOC, el trastorno obsesivo compulsivo.

La formación jesuítica contiene muchos elementos que apuntan al propio perfeccionamiento, humano y espiritual. Esa perfección busca sobre todo la unión con Dios.

Ya en el principio y fundamento que encabeza los Ejercicios Espirituales de San Ignacio se declara: “El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor en esta vida y, mediante esto, salvar su alma”.

Con el paso de los años me he preguntado a menudo, al conocer más a fondo la figura y el mensaje de Jesús de Nazaret, si no faltaba, si no falta, en la formación jesuítica el amor al prójimo: “Amaos como yo os he amado”.

Pienso que mi hermano Nacho, que fue fiel a su vocación de jesuita y que murió en El Salvador a manos del Ejército, sí dio su vida por el prójimo, como la dio Jesucristo.

Sí, en el noviciado hacíamos penitencia, nos poníamos el cilicio, nos azotábamos con la disciplina. Al final del noviciado hacíamos los votos de pobreza, castidad y obediencia.

En el juniorado estudiábamos lenguas clásicas, latín y griego, y humanidades, incluida la literatura española y universal.

En la etapa de Filosofía, que yo cursé en Loyola un año y luego dos en Pullach (Alemania), nos adentramos en los arcanos de la escolástica y del tomismo sobre todo, sin desdeñar a los filósofos modernos.

Acabados los estudios filosóficos, la formación jesuítica incluía dos o tres años de magisterio en un colegio de la orden. Yo hice solo uno, en el colegio de la Merced de Burgos, y dediqué otro a convalidar los estudios que había hecho en Pullach bei München.

Los estudios de Teología me llevaron a la Universidad Pontificia de Comillas. Yo bajaba de los altos de la Universidad al pueblo a dar clases de francés a un grupo de jóvenes, entre los que estaba Carmen Mari, cuya amistad me precio de conservar hoy día.

Por razones que aún ignoro, la facultad de Teología se trasladó a Madrid y en esta ciudad aún cursé tres años. Pero antes de ordenarme sacerdote, pedí las cartas dimisorias. Ya con anterioridad había manifestado a mis superiores mi deseo de dejar la orden. No me veía en un colegio dando clases ni en una iglesia diciendo misa y oficiando otras ceremonias litúrgicas.

Quizá, si me hubieran destinado a El Salvador como a mi hermano Nacho, la entrega al prójimo me habría mantenido como a él fiel a la Compañía de Jesús.

De Jesucristo y de Nacho he recibido el afán, no siempre cumplido, de dar amor a cuantos me rodean.

 

 

 

 

 

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