Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Andando
por cualquier acera del barrio o sentados en una terraza al aire libre, es
seguro que habremos convivido con palomas que picotean migas u otros restos que
les sirven de alimento.
A
mí no me habían causado especial molestia hasta hace un par de meses cuando han
tomado la terraza de nuestra casa en el Parque de las Avenidas como lugar
preferido donde hacer sus defecaciones.
Cada
vez que me asomaba a la terraza había una paloma posada sobre el cajetín de la
antena de televisión. De nada servía espantarlas. Volvían y cagaban a placer,
sin respetar los almohadones de las butacas.
Me
han aconsejado colgar cedés o espejos que, al parecer, las ahuyentan. Veremos.
Nunca
había tenido manía a las palomas, que en el cine gozan de una idílica fama.
Quiero recordar una escena de la película Mary
Poppins, en la que una anciana da de comer a las palomas mientras suena la
inolvidable canción “Feed the birds”, interpretada por Julie Andrews.
Como
contraste a este amable “dar de comer” a las palomas, saltó a los medios de
comunicación el pasado mes de agosto la batalla del Ayuntamiento de Burgos
contra la sobrepoblación de palomas torcaces, no sólo con halcones y redes,
sino hasta con una escopeta de perdigones.
La
asociación animalista Pacma ha denunciado al Ayuntamiento por esta práctica que
viola la Ley de Protección Animal.
Nunca,
insisto, había tenido yo animadversión a estas aves invasoras.
Incluso
ahora, cuando han elegido nuestra terraza como lugar preferido donde echar sus
heces, me he negado a utilizar procedimientos que puedan causarles daño, como
cubrir con una placa con pinchos el cajetín de la antena de televisión.
Pero
tampoco me pidan que les dé de comer, aunque sólo sea con migas de pan.
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