Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Decididamente
no soy hombre de playa. O, a mis ochenta y cinco años, la playa no es para mí.
Y
mira que he dedicado elogios, todos ellos merecidos, a las playas del
Sardinero, y hasta a la de la Magdalena, en Santander.
Pero
no puedo quitarme de encima mi condición de nacido en Valladolid, tierra de
secano, donde sí íbamos de niños a las piscinas Samoa, y el mismo río Pisuerga,
con sus pozas traicioneras, sólo lo surcábamos en barca.
Cuando
en medio de las olas, no las del mar, sino de calor de este verano veo por
televisión las imágenes de las playas tanto sean de Levante como de Andalucía,
o incluso de las islas Canarias o las Baleares, no puedo por menos de
preguntarme qué encantos encontrarán los bañistas en luchar bajo un sol de
justicia por un metro cuadrado donde extender la toalla o plantar la sombrilla.
Pues me dirán que les compensa entrar en el agua y refrescarse. ¿Refrescarse?
Decía mi hermano Carlos, con su humor acre, que el agua del Mediterráneo está
como babas.
Y
la del Cantábrico, añado yo, muy fría para mi delgadez que se ha acentuado con
los años.
Luego
están los preparativos imprescindibles para vestirse y equiparse de playa. A la
toalla o toallas de rigor hay que añadir el bañador, una o dos sillas y una
sombrilla, más las cremas y espráis para protegernos del sol. Cargados con
todos estos adminículos, es una auténtica batalla acceder al autobús, que puede
ir hasta los topes y no abrir sus puertas para admitir a más pasajeros.
Si
cualesquiera de estas operaciones nos las impusieran a la fuerza, lo
consideraríamos de una crueldad intolerable. Ni siquiera valdría aquello de que
“sarna con gusto no pica”.
Claro
que pica la arena en los pies u otras partes del cuerpo, por más que la
sacudamos o tratemos de quitárnosla.
Para
que no todo sea negativo, quiero abrir un paréntesis de placer que se da
especialmente en las playas del Sardinero. Ahí, sobre todo en marea baja,
caminantes por la orilla, pisando la arena bañada por las olas, van de un lado
a otro, entre los muros del Chiqui, cubiertos de lapas, y la tapia que limita
la primera playa con la del Camello. Es grato y saludable mojarse y masajearse los
pies con el agua y la arena de la playa. Mi mujer y yo lo hacemos.
De
vuelta en casa será imprescindible ducharse. Esto sí que refresca, aunque yo lo
haga con agua caliente, pues nunca he sido capaz de meterme bajo un chorro de
agua fría.
Hay
en Maremondo, cafetería y restaurante en el Sardinero, un salón abierto a la
playa y al mar por un amplio ventanal, por el que, para aumentar la sensación
de realidad, pasan rozando unas gaviotas que a mí me parecen más grandes que
las normales. Ahí solemos merendar mi mujer y yo. Y ahí, años atrás, escribió
Angelina, con las neuronas de la inspiración a tope, gran parte de los relatos
de su libro Carne de cuento.
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