18 de agosto de 2024

La playa no es para mí

 Las palabras y la vida 

Alberto Martín Baró

Decididamente no soy hombre de playa. O, a mis ochenta y cinco años, la playa no es para mí.

Y mira que he dedicado elogios, todos ellos merecidos, a las playas del Sardinero, y hasta a la de la Magdalena, en Santander.

Pero no puedo quitarme de encima mi condición de nacido en Valladolid, tierra de secano, donde sí íbamos de niños a las piscinas Samoa, y el mismo río Pisuerga, con sus pozas traicioneras, sólo lo surcábamos en barca.

Cuando en medio de las olas, no las del mar, sino de calor de este verano veo por televisión las imágenes de las playas tanto sean de Levante como de Andalucía, o incluso de las islas Canarias o las Baleares, no puedo por menos de preguntarme qué encantos encontrarán los bañistas en luchar bajo un sol de justicia por un metro cuadrado donde extender la toalla o plantar la sombrilla. Pues me dirán que les compensa entrar en el agua y refrescarse. ¿Refrescarse? Decía mi hermano Carlos, con su humor acre, que el agua del Mediterráneo está como babas.

Y la del Cantábrico, añado yo, muy fría para mi delgadez que se ha acentuado con los años.

Luego están los preparativos imprescindibles para vestirse y equiparse de playa. A la toalla o toallas de rigor hay que añadir el bañador, una o dos sillas y una sombrilla, más las cremas y espráis para protegernos del sol. Cargados con todos estos adminículos, es una auténtica batalla acceder al autobús, que puede ir hasta los topes y no abrir sus puertas para admitir a más pasajeros.

Si cualesquiera de estas operaciones nos las impusieran a la fuerza, lo consideraríamos de una crueldad intolerable. Ni siquiera valdría aquello de que “sarna con gusto no pica”.

Claro que pica la arena en los pies u otras partes del cuerpo, por más que la sacudamos o tratemos de quitárnosla.

Para que no todo sea negativo, quiero abrir un paréntesis de placer que se da especialmente en las playas del Sardinero. Ahí, sobre todo en marea baja, caminantes por la orilla, pisando la arena bañada por las olas, van de un lado a otro, entre los muros del Chiqui, cubiertos de lapas, y la tapia que limita la primera playa con la del Camello. Es grato y saludable mojarse y masajearse los pies con el agua y la arena de la playa. Mi mujer y yo lo hacemos.

De vuelta en casa será imprescindible ducharse. Esto sí que refresca, aunque yo lo haga con agua caliente, pues nunca he sido capaz de meterme bajo un chorro de agua fría.

Hay en Maremondo, cafetería y restaurante en el Sardinero, un salón abierto a la playa y al mar por un amplio ventanal, por el que, para aumentar la sensación de realidad, pasan rozando unas gaviotas que a mí me parecen más grandes que las normales. Ahí solemos merendar mi mujer y yo. Y ahí, años atrás, escribió Angelina, con las neuronas de la inspiración a tope, gran parte de los relatos de su libro Carne de cuento.

 

 

 

 

 

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