Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Tengo
familiares y conocidos que en las décadas de 1950, 1960 y 1970 emigraron a
Venezuela, en este país hicieron fortuna y regresaron a España. Eran tiempos en
los que las élites gobernantes venezolanas, apoyadas en la riqueza de una
nación con las mayores reservas de petróleo del mundo, mantenían una democracia
partidista, en la que la corrupción campaba a sus anchas, sin que el pueblo,
que mal que bien tenía trabajo, se rebelara.
Hasta
que un joven militar llamado Hugo Chávez irrumpió en la escena política del
país, fundando en 1997 el Movimiento Quinta República, que en 2007 se fusionó
con otros partidos para crear el Partido Socialista Unido de Venezuela, y en
las elecciones de 1998 fue elegido presidente.
Junto
a algunas mejoras en las condiciones de vida de las clases más desfavorecidas
que consiguió este líder populista y socialista, que gozó de una amplia
popularidad, su paso por la presidencia de Venezuela estuvo lastrado por la
corrupción, el tráfico ilegal de drogas, el apoyo a movimientos terroristas, la
censura a la prensa y a los medios de comunicación y la violación de los
derechos humanos de los ciudadanos.
Nunca
he entendido el afán de dictadores y autócratas de toda laya, y muy
especialmente de izquierdas, que no se denominarán comunistas, en pretender que
su acceso al poder ha sido conseguido por medios democráticos.
Esta
pretensión es particularmente llamativa en el sucesor de Hugo Chávez, Nicolás
Maduro. ¿Qué atractivos y qué ventajas encuentra este tirano en hacer pasar por
democracia lo que no es sino una toma por asalto del poder, sin ninguna
garantía de respeto al resultado de las urnas, en medio de una persecución
sistemática de los líderes de la oposición, a los que encarcela y asesina, como
persigue y mata a cualquiera que se manifieste en contra del régimen, apoyado
en una policía y unas fuerzas armadas compradas?
Con
estos apoyos y unas leyes encaminadas a someter a todos los órganos
representativos del Estado, no tenía Maduro ninguna necesidad de montar un
circo electoral para acabar proclamándose vencedor de unas elecciones
fraudulentas sin observadores neutrales, a los que no dejó entrar en el país.
¿Qué
países han reconocido la victoria de Maduro y le han felicitado? Pues la Rusia
de Putin, la China de Xi Jinping, la Cuba de Díaz-Canel, fiel sucesor de los
Castro, el Irán de los ayatolas, la Nicaragua de Daniel Ortega y algún otro
dentro de la órbita comunista o populista.
Países
que, insisto, quizá salvo en el caso de China y Cuba, se cuidarán muy mucho de
denominarse comunistas, sino que se camuflarán bajo denominaciones como
repúblicas populares. El caso más llamativo es el de Corea del Norte, que se
autoproclama República Popular Democrática de Corea del Norte, han leído bien,
“Democrática”.
Para
rebatir a quienes sostienen que el comunismo sólo crea pobreza allí donde se
implanta, suele aducirse el ejemplo de China, o sea la República Popular de
China, que hoy se considera la segunda potencia económica del mundo por su PIB.
Sin entrar a valorar las condiciones de vida del pueblo chino, su avance
económico ha sido debido principalmente a la implantación de los métodos del
capitalismo. Y, de nuevo, sus pretendidas elecciones democráticas son
controladas férreamente por el único partido reconocido, el Partido Comunista.
Tomen
notas los políticos comunistas disfrazados bajo otros nombres, como los
militantes de Podemos y Sumar en España.
Claro
que su camuflado comunismo está en contradicción –¿o no?– con su apego al lujo
y a la riqueza, en cuanto pueden alcanzarlos.
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