Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
El horario de la mayor parte de los trabajadores viene marcado por la entrada al trabajo y la salida del mismo, compaginado con las horas que imponen el sueño, el desayuno, la comida y la cena.
¿Y qué deja usted para el ocio, para el entretenimiento o simplemente para no hacer nada? me preguntará el atento lector.
Pues he ahí el problema del que quiero tratar: el no hacer nada.
Los italianos tienen una hermosa expresión para este no hacer nada: el dolce far niente.
A mí me parece que, por supuesto, somos capaces de divertirnos, de viajar, de ir al cine o, menos, al teatro, de visitar museos, de asistir a conciertos, de escuchar música, de leer…
Pero llegan momentos en la vida, a mí me ocurre, en los que, acabadas las tareas necesarias para el mantenimiento del cuerpo y –llamémoslo así– del espíritu, sobrevienen tiempos muertos.
Digo que a mí, jubilado desde hace veinte años, me sucede: me he levantado de la cama hacia las ocho u ocho y media –un médico me aconsejó en cierta ocasión mantener una hora fija para levantarme–, he hecho unos ejercicios de gimnasia, como flexiones y estiramientos, me he afeitado y duchado, he preparado y tomado el desayuno, he ido a la compra, que hago a diario por aquello del pan reciente y del periódico (en papel) del día; de vuelta a casa, leo el periódico y hago los crucigramas (he dejado de hacer el sudoku por poco gratificante), consulto el correo en internet y leo algo de prensa digital… Y he aquí que, antes de ponerme a preparar la comida, puede presentarse uno de esos paréntesis en que no tengo nada que hacer. Miro en torno de mí, por si alguna tarea inacabada me llama la atención. Tampoco es tiempo adecuado para ponerme a leer un libro o escuchar música, dos actividades que tengo algo descuidadas: la lectura, por mi degeneración macular, que hace que me bailen las letras y las sílabas, y la música, porque su escucha requiere cierto recogimiento…
¿Soy incapaz, somos incapaces, de estar simplemente sentados en una butaca y no hacer nada, ni pensar en nada? ¿Sería dulce, dolce, ese far niente?
El molino de nuestros pensamientos es prácticamente imparable. El silencio interior que los ascetas y más los místicos nos recomiendan para la meditación y la oración, ¡qué difícil es de conseguir, si acaso lo intentáramos!
La tarde, tras el para mí obligado contrapunto, no de una siesta formal, sino de un relajarme en un sofá con los pies sobre la mesa de centro, digo que la tarde es otra cosa: ver alguna película en la televisión, dar un paseo o salir a merendar con mi mujer, que es “una señora que merienda”, quedar con unos amigos, ir al cine, al teatro o a un concierto… Cuando no hay que asistir a algún funeral. Se mueren nuestros coetáneos. Le digo a mi mujer que somos unos supervivientes.
A lo mejor, o a lo peor, esos
tiempos muertos de los que hablo son precisamente eso, un anticipo de la
muerte.
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