4 de febrero de 2024

José Antonio, amigo del alma

 Las palabras y la vida 

Alberto Martín Baró

Cuando Queca, la mayor de las hijas de José Antonio Matute, e Inés, su mujer, me comunican por teléfono que su padre y marido se está muriendo, no es que se me salten las lágrimas, es que directamente me echo a llorar y el llanto me impide hablar.

Pero ¿qué derecho tengo yo a llorar por la inminente muerte de un amigo ante su hija y su mujer, mientras ellas mantienen la entereza, transmitida por la energía y la serenidad de José Antonio, que dispuso con aplomo cómo quería morir?

Eso sí, tanto ellas como los demás familiares y amigos a los que participo el fallecimiento de José Antonio reconocen la amistad que nos unía. Amistad extensiva a los hermanos Matute Butragueño. Fui primero amigo de Luis, más cercano a mí por edad y cuyo corazón de deportista, a fin de cuentas un músculo, era tan poderoso que la aguja del cirujano no consiguió penetrar en él y hacer su labor salvadora. Fernando, algo más joven que yo y el único de los hermanos que sobrevive, es hoy mi consuegro, padre de mi yerno Gonzalo. También con Fernando he compartido paseos por El Espinar.

Y digo también porque, durante los primeros años 2000, fue José Antonio el compañero asiduo de mis caminatas y descubrimientos espinariegos, como reflejo en mi libro Apuntes al oeste de Guadarrama, que se inicia con la siguiente dedicatoria: “A José Antonio, sin cuya amistad y compañía, amén de su ‘trabajo sucio’, este libro no habría sido posible”. El trabajo sucio era, en terminología del propio José Antonio, “la exploración previa en busca de un paraje, una fuente, un collado, un pico o, como hoy, las ruinas de un molino de agua”, como se lee en la página 10 de Apuntes.

 El Espinar, desde que el patriarca de los Matute, don Mateo, empezara a veranear por estos pagos, es el escenario imprescindible de la relación amistosa entre nuestras familias. Mi nieto, hijo de mi hija Gabriela y de mi yerno Gonzalo, lleva el nombre de su bisabuelo Mateo.

Fueron José Antonio e Inés quienes nos descubrieron a Ana, mi primera mujer ya fallecida, y a mí lugares tan emblemáticos de El Espinar como la senda de la Dehesa, o la cantera de Navalvillar, o la Mata de Santo Domingo.

Decía José Antonio que la subida a Cabeza Renales tiene primer plato, segundo plato y postre. Grandes peñas de formas caprichosas marcan el primero y el segundo plato. “Desde estas atalayas –puntualizo en el libro de Apuntes– volver la vista atrás para divisar el pueblo allá abajo y a lo lejos las montañas azules del tan conocido cordal divisorio entre Segovia y Madrid merece el esfuerzo realizado”.

La sierra de Quintanar, que se contempla desde ese mirador entre otros montes, era uno de los preferidos de José Antonio.

José Antonio, sabio amigo del alma, eras tan generoso que me dejabas jugar al frontenis como pareja tuya, a pesar de mi manifiesta inferioridad. Con quien formabas un tándem invencible era con tu hermano Luis.

Con tu peculiar sentido del humor decías que me llevabas “siete años y dos prótesis de cadera”. Prótesis que no te impedían caminar por las cañadas y ascender a los collados con ligereza y seguridad.

No puedo imaginar que ya no habites en tu querida casa de la calle Barquillo con vistas por un lado a la Plaza del Rey y por otro al Cuartel General del Ejército, cuyos jardines son como vuestro propio parque.

Los amigos te queremos, José Antonio, y sobre todo te quiere tu numerosa familia, a la que abrazo en el tanatorio de la M-30 de nuevo entre lágrimas.

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