11 de diciembre de 2022

La sanidad pública, un ejemplo

Las palabras y la vida

Alberto Martín Baró

La oftalmóloga se llama Julia. Y ha estudiado la carrera de Medicina en Murcia. No he podido por menos de preguntárselo ante la concienzuda profesionalidad y dedicación con que ha tratado a mi mujer.

El día de la Inmaculada habíamos ido a urgencias de Oftalmología del Hospital de La Princesa de Madrid, pues mi mujer había sufrido tres días antes una pérdida repentina de la visión del ojo derecho, el mismo en el que desde hace unos diez años le ponen una vez al mes una inyección intravítrea para combatir la degeneración macular húmeda. O sea, el pinchazo, como todos lo llamamos vulgarmente.

Por esa resistencia que, en mayor o menor grado, todos tenemos a acudir al médico, y más a un hospital, habíamos esperado tres días con la esperanza de que el ojo afectado recuperara la visión. Lo cual no ocurrió.

Ignorantes del procedimiento de admisión en urgencias, perdimos un tiempo precioso en la sala de espera de Oftalmología y Otorrinolaringología, hasta que una amable celadora de pelo azul nos informó de los trámites por los que teníamos que pasar.

Al cabo de dos horas, oímos por fin que la doctora llama a Angelina. Yo puedo pasar con ella a la consulta, lo que en otros casos no se me permite. Y le exponemos lo ocurrido. La médica –la RAE aconseja usar el femenino– pregunta por los antecedentes de enfermedades, no solo relativas a la vista, sino a todo el historial de la paciente. Después le examina los dos ojos en un aparato cuya finalidad ignoramos, aplicándole unas gotas, supongo que para dilatar la pupila, y nos pide que salgamos y esperemos a que nos vuelva a llamar.

Esta operación se repite tres veces, mientras pasan los restantes pacientes, hasta que solo quedamos otro matrimonio y nosotros.

Nos pide que la acompañemos al departamento de Oftalmología, en cuyo pasillo, ese día festivo a oscuras y solitario, ya habíamos esperado varias veces en las revisiones periódicas de la evolución de la degeneración macular de Angelina.

A todo esto serían las tres de la tarde –habíamos ingresado en urgencias a las diez– y aún la doctora Julia –ya le había preguntado yo su nombre– examinó a Angelina en toda una serie de aparatos.

Nos entregó un informe, lleno de términos técnicos ininteligibles para nosotros, y prescribió un tratamiento con Pred forte colirio, pomada Dexamentasona y colirio atropina.

Sí entendimos que una inflamación del tejido intermedio de la úvea, o uveítis, impedía observar el fondo del ojo. Por lo que, provistos del informe en cuestión, debíamos volver a urgencias de Oftalmología el próximo lunes para que examinara el ojo un experto en uveítis.

Y que, anteriormente, el viernes se hiciese Angelina unos análisis que ya la doctora había solicitado.

Nuestra experiencia con la sanidad pública, no solo en esta ocasión con la competente oftalmóloga murciana, es inmejorable.

Recientemente, el centro de salud que le corresponde a Angelina y que estaba situado en la avenida de Baviera 11, ha sido trasladado a un moderno edificio de tres plantas en la calle Pintor Moreno Carbonero. Y se ha cambiado el final de la línea 74 de autobuses de la EMT para que llegue a dicho centro.

Claro que los profesionales médicos, y no solo los de atención primaria, tienen derecho a reclamar mejoras laborales y salariales. Pero no me parece de recibo que en la huelga en defensa de esas mejoras de la sanidad pública en la Comunidad de Madrid, participen personajes que son usuarios de la sanidad privada.

 

 

 

 

 

 

 

 

  

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