Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Sabía
yo del amor de mi hijo Guillermo por el orden. Pero no conocía que un
psiquiatra le diagnosticó, hace ya unos cuantos años, un trastorno obsesivo
compulsivo (TOC) que, según ese doctor, le habría provocado su empeño por tener
todo ordenado, todo en su sitio.
He
convivido a menudo con Guillermo y puedo dar fe de que esta convivencia es
sumamente grata.
–Claro
–me dirá quien nos conoce bien a ambos–, se junta el hambre con las ganas de
comer, sois tal para cual.
Reconozco
que me siento identificado con mi hijo en su afán por el orden, la limpieza y
la organización.
Entre
las obsesiones más comunes que caracterizan el TOC sí figura, aunque en un
puesto poco relevante, el deseo de tener las cosas simétricas y en perfecto
orden. Pero ni a mi hijo ni a mí este deseo nos ha provocado ansiedad o
trastorno alguno.
Cuando
mi mujer y yo vamos a pasar unos días a nuestra casa de El Espinar, en la que
habitualmente vive Guillermo, nos la encontramos limpia y ordenada. Y, si
Guillermo está, él se encarga de hacer la compra, la comida y, lo que es más
encomiable, de recoger.
En
las ventajas del orden para saber dónde están las cosas, por ejemplo los
libros, y encontrarlas cuando las necesitamos, no necesito hacer demasiado
hincapié, pues caen de su peso. De las posibles formas de ordenar una
biblioteca he escrito en la entrada “Orden” de este blog.
Y
algo muy importante para la convivencia pacífica de las personas ordenadas con
las que no lo son tanto: los amantes del orden no imponemos, o nos esforzamos
por no imponer, nuestras pautas de conducta a los que no tienen esta virtud.
Porque,
sí, nadie nos convencerá de que no se trata de una virtud. Y, por supuesto, no
es un TOC.
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