Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Siempre era la propia Lydia la que me ponía al corriente de las novedades de su vida, a través de una llamada de teléfono o de un mensaje por wasap. Menos la noticia de su muerte, que me transmite desde Londres mi hijo Guillermo, quien ahora pasa más tiempo en El Espinar que yo y se había enterado por Julia y Mario, dos de los más cercanos e innumerables amigos de Lydia.
Lydia Irureta Zapater, amiga mía del alma desde que hará unos veintitantos años Genma, en su herbolario de la calle de La Luna, me habló de Lydia y de sus “Memorias”, y me la presentó. Lydia misma había hecho una edición artesanal de sus “Memorias”, escritas en el ordenador que manejaba con dominio. Las leí emocionado.
Esta lectura ya me dio a conocer una característica esencial de su autora: la inmensa red de amistades que había ido tejiendo a lo largo de su dilatada existencia. Tan tupida que le sugerí, para que el lector no se perdiera, añadir a sus “Memorias” un índice de nombres.
A muchas de estas amistades las he conocido en mis visitas a Lydia, en su casa de La Estación de El Espinar o en su casa de Córdoba, en la que me invitó a alojarme en varias ocasiones. Durante muchos años, Lydia pasaba los veranos en La Estación y los inviernos en Córdoba. En su casa cordobesa, situada frente a las murallas árabes, estaba yo hospedado cuando conocí a quien compartiría su vida conmigo, la poeta y cuentista Angelina Lamelas, en un recital poético al que nos había convocado el grupo literario Troquel y que se celebró en el Real Círculo de la Amistad de Córdoba.
Me pongo en contacto con una de las más íntimas amigas de Lydia, Luz María, mujer de Carlos Pacheco, profesor de guitarra flamenca en el Conservatorio Superior de Música de Córdoba. Luz María me da detalles de la muerte de Lydia. El día antes de que la ingresaran en el Hospital Reina Sofía de Córdoba, Lydia había ido al gimnasio. Le diagnosticaron un trombo en un pulmón e insuficiencia cardiaca. Un fallo multiorgánico acabó con su vida.
Una vida plena, que tuvo que superar la muerte por cáncer de su hija hace 29 años. Pero este luctuoso acontecimiento no empañó la alegría pletórica de su existencia. Y por la hija perdida ganó otras que la llenaron de gozo, entre las que quiero mencionar a Anabel, belleza morena de contagiosa vitalidad, y Julia, que con su juventud gozosa acompañó a Lydia muy de cerca.
Adoraba a su nieto, hijo de Pepe, de cuyos logros deportivos estaba muy orgullosa. De la propia maestría de Lydia como nadadora dan fe quienes frecuentan la piscina cubierta de El Espinar.
En el último wasap que recibí de Lydia me decía que había adquirido una silla de ruedas con motor y me mandaba una foto en la que aparecía montada en ella. Condujo un Suzuki Jimny como el mío hasta bien entrada en los ochenta y tantos años.
La Estación de El Espinar ya no será la misma sin su sonrisa y su cordialidad.
Sus compañeros de gimnasio publicaron en las redes sociales este recordatorio, que transcribo: “A veces en la vida, te cruzas con personas que tienen luz propia. Seres capaces de iluminar la existencia de todos los que las conocen y que son imposibles de olvidar. Lydia nos ha dejado con la sensación de que, a sus casi 94 años, se ha ido demasiado pronto. Porque así era ella: atemporal, eterna, de ningún sitio y de todos, universal. En el lugar al que todos deberíamos aspirar a llegar. La vida fue dura con ella y de eso aprendió que, en realidad y a fin de cuentas, casi nada tiene demasiada importancia. Fuiste genuina y pura. Sencilla como todo lo que de verdad merece la pena en la vida. Gracias por tu sabiduría. Gracias por enseñarnos el camino. Descansa en paz, amiga, nunca te olvidaremos”.
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