12 de julio de 2020

Añoranza de El Espinar


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

La declaración del estado de alarma por el covid-19 nos cogió a mi mujer y a mí en Madrid, y en Madrid hemos pasado el confinamiento al que las autoridades sanitarias sometieron a la población para intentar preservarla del contagio por el funesto coronavirus.
Hablo en pretérito, pero el causante de la pandemia, de los cientos de miles de infectados y de los fallecimientos cuyo número los responsables del Ministerio de Sanidad aún se resisten a reconocer, sigue activo entre nosotros.
Me cuentan que, la noche en que iban a levantarse las restricciones a la circulación entre distintas comunidades autónomas, el aparcamiento del Alto del León estaba abarrotado de coches que, al dar las doce, salieron de estampía hacia San Rafael y El Espinar. Por circunstancias ajenas a las medidas de prevención del covid-19, mi mujer y yo no hemos podido trasladarnos a nuestra residencia espinariega hasta el viernes de la semana pasada. Conduje con mayor precaución que la habitual, por la falta de práctica al volante debida a la obligada inmovilidad. No veíamos el momento de sentir el abrazo de los añorados montes y pinares.
Desde mi infancia y adolescencia, la espera de los veraneos en el pueblo serrano que inauguraran para la familia mis abuelos maternos Fernando Baró y Luisa Morón inundaba de luz y de ilusión las invernales jornadas vallisoletanas.
Una vez afincado en El Espinar, el retorno a esta villa, aunque solo sea tras cortas ausencias, siempre me ha producido y todavía produce honda emoción. La vuelta a su aire puro, a sus cielos azules, a los perfiles circundantes de montes tantas veces contemplados y recorridos, después de la forzada reclusión en Madrid, ha sido la mejor cura de los posibles estragos de la pandemia.
En San Rafael y El Espinar residen mis hijos y nietos, a los que aún no he podido abrazar, pero sí visitar y estar y comer con ellos.
Estoy escribiendo estas líneas sentado en el jardín de mi casa. Los arces, más frondosos que nunca, me impiden contemplar el Caloco. “Santo Cristo del Caloco / de El Espinar tan querido…”. Querido pueblo y queridos vecinos, con los que me paro a conversar a través de las incómodas y necesarias mascarillas que a veces me impiden o dificultan reconocer a mis interlocutores.
Somos supervivientes, pero no olvidamos a quienes nos han dejado. Los fallecidos han transitado a una nueva dimensión; a los que quedamos nos espera una vida que ya no podrá ser como la que llevábamos antes de la pandemia.

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