Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
En la tertulia de “El libro del mes” que celebramos el pasado
miércoles 6 de marzo, dialogamos sobre la obra de Haruki Murakami De qué hablo
cuando hablo de escribir. Como el autor tuvo dificultades para desplazarse a
El Espinar, en su nombre moderó el debate y atendió a las preguntas de los
asistentes nuestro tertuliano Daniel Ferrera López, experto licenciado y
doctorando en Comunicación Audiovisual.
A mí siempre me ha intrigado, y así se lo he planteado a los ya
numerosos escritores que han pasado en persona por nuestra tertulia, cómo es el
proceso de creación de una novela. Me vienen a la memoria, a riesgo de dejar a
alguno en el tintero, Ignacio Sanz, León Arsenal, Lorenzo Silva, Marifé
Santiago Bolaños, Javier Moro, Inma Chacón, José Antonio Abella, Carmen
Gallardo, Angelina Lamelas, Alejandro Palomas, Edurne Portela…
Y preciso “de una novela”, porque yo me considero muy capaz de
escribir un artículo, prueba de ello son los 665 que llevo publicados solo en
El Adelantado. Otra cosa, sobre la que se podría discutir, sería la calidad de
los mismos.
También me he aventurado en el ensayo y en el relato corto,
modalidades de escritura en las que suelo echar mano de la primera persona y de
las vivencias que he almacenado en mi prolongada vida.
Pero, amigos, una novela, y una novela larga, es una proeza
creativa que cae fuera del alcance de mis dotes de escritor. Y es, en cambio,
el género en el que se mueve como pez en el agua Murakami.
En De qué hablo cuando hablo de escribir nos desvela en un
estilo directo, sin pretensiones de sentar cátedra, cuál ha sido la experiencia
vital que le ha llevado, y le sigue llevando, a escribir, desde hace treinta y
cinco años. Y aunque en el título solo se habla de “escribir”, a lo largo de
los 11 capítulos y un epílogo que componen este ensayo autobiográfico queda
claro que nuestro autor, nacido en Kioto en 1949, de lo que habla predominantemente
es de cómo se enfrenta a la ardua tarea de escribir una novela, y una novela
larga, que suele llevarle como mínimo un año, o dos e incluso tres, con una
dedicación diaria de cinco o seis horas. Más el tiempo nada escaso que dedica a
revisar, a corregir y a reescribir lo ya escrito.
Así nada tiene de extraño que, en el capítulo 7: “Una infinita
vida física e individual”, haga una encendida defensa de la necesidad de una
fuerza y resistencia corporal, que él considera imprescindible para su trabajo
y que procura alcanzar y mantener corriendo o nadando al menos una hora cada
día.
Después de haber regentado durante varios años un bar en el que
actuaban músicos de jazz, un buen día, presenciando un partido de béisbol, tuvo
una especie de iluminación, de revelación, sin conexión aparente con el
espectáculo deportivo: “Eso es. Quizás yo también pueda escribir una novela”. Y
aquella misma noche comenzó a escribir su primera novela, a mano, ideograma
tras ideograma, sentado a la mesa de la cocina.
Con una sinceridad y una humildad poco frecuentes cuenta Marukami
cómo se enfrenta al arduo oficio de contar una historia.
Así nos revela cómo crea sus personajes. Primero aparece el
contexto en el que se moverán y después empiezan a cobrar vida propia. Son
ellos los que a menudo sostienen y dirigen la trama, llevando de la mano al
autor. Cuando esos personajes se multiplican, se vio en la necesidad de
ponerles nombres, para que la complejidad de la trama no confundiese al lector.
Dentro de esta creación de personajes, ha ido variando Murakami el
punto de vista del narrador, en primera o tercera persona.
Es muy interesante descubrir cómo recurre Murakami a detalles que
ha ido almacenando en las múltiples taquillas de la memoria y que le sirven
para describir escenas y escenarios, paisajes y caracteres.
Y un aspecto muy importante para Murakami escritor, en el que
insiste en repetidos pasajes del libro: “Si uno se dedica a algo que le parece
importante, pero no encuentra diversión, si su corazón no palpita de emoción,
es muy probable que albergue en alguna parte una equivocación, cierta
discordia”.
Sin este disfrute, a juicio de Murakami, no será capaz el
novelista de trasladar al lector la emoción sin la cual toda historia contada
con palabras carece de vida. Él confiesa que, mientras escribe, se divierte y
al mismo tiempo se siente libre. Una alegría espontánea y abundante debería
ser, a su juicio, la base no solo de toda novela, sino de cualquier tipo de
expresión artística.
“Si vis me flere –esto lo añado yo, valiéndome de un consejo del
gran poeta latino Horacio (Ad pisones,
102-103)–, dolendum est primum ipsi tibi”, que podría traducirse al español del
modo siguiente: “Si quieres que yo llore, primero es menester que tú te
duelas”.
Lloraremos al leer, si el autor ha experimentado antes el dolor. Y
reiremos y gozaremos con la lectura, si el escritor ha disfrutado primero
escribiéndolo.
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