23 de marzo de 2017

Viejos

Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
He vuelto, al cabo de más de treinta años, al barrio de Madrid en el que habité en dos etapas de mi vida y en cuatro casas distintas. No, no voy a abandonar El Espinar, pero alternaré la Sierra con la capital de España.
En la gran urbe añoraré el aire puro espinariego y en la capital, la vitalidad humana y cultural madrileña. En su estancia en Moguer, donde escribió la joya literaria que es Platero y yo, Juan Ramón Jiménez echaba de menos las tertulias, el teatro y los conciertos de Madrid.
He encontrado mi antiguo barrio envejecido, en sus edificios, en sus calles y comercios, y en sus habitantes. Sí, ya sé que el envejecimiento de la población es un fenómeno general de España y de Europa, del que se nos alerta desde las más diversas instancias.
Vivimos en viejos países de viejos, con los problemas que la vejez entraña para la sanidad, para las pensiones y, en general, para un equilibrado sistema de convivencia social.
Trato de localizar tiendas y establecimientos de mis anteriores estancias. ¿No estaba aquí aquel bar, aquella ferretería –siempre he sido buen cliente de estos comercios–, aquellos ultramarinos donde había de todo, aquella juguetería para mis hijos niños? Desaparecieron al jubilarse sus dueños o encargados, o llevados por el viento de la modernidad, o por los omnipresentes chinos. Otros permanecen arrostrando con garbo los nuevos tiempos y modas.
Contemplo con una mezcla de lástima y simpatía a las personas ancianas, a las que por un necio sentido de la corrección hemos dado en llamar “mayores” o “tercera edad”, como si yo fuera el espectador de Ortega, distante y distinto de mis coetáneos.
Carne de sintrón, de insulina, de las recetas del servicio médico, servicio que los viejos manejan con necesaria soltura. Bastantes de ellos se ayudan con andadores o, en su lugar, con el carrito de la compra para caminar sin perder el equilibrio, y no faltan quienes se sirven de sillas de ruedas. Otros, o los mismos, van acompañados de cuidadoras –predominan las mujeres–, la mayoría hispanoamericanas de rostro moreno y dulce.
Porque los viejos no se resignan, no nos resignamos, a quedarnos en casa. Y en parejas o solitarios llenamos las calles, hacemos la compra, frecuentamos los cafés y utilizamos sin arredrarnos los medios de transporte público, más el autobús que el metro.
Y, hablando de movilidad, viajan no solo por su ciudad, sino que participan con entusiasmo en los viajes a los más diversos países que el Inserso o la Comunidad les ofrece a precios muy ventajosos.
Los viejos no descuidan su atuendo, se les ve muy arreglados, quizá con prendas algo pasadas de moda.
Me cruzo con una abuela que lleva el cochecito de su nieto:
–Mira, una palmera.
Y, pasados unos metros:
–Mira, otra palmera.
¡Qué sería de muchas parejas jóvenes sin la ayuda de sus padres, abuelos de sus hijos! Porque, cuando salgo más temprano de lo habitual, sí que me encuentro con gente de mediana edad que va apresurada al trabajo y con estudiantes. Y me ha llamado la atención el hecho de que, a la misa de los domingos, junto a los habituales ancianos, asisten familias con el renuevo de sus hijos mozos.
Remozando están en nuestro barrio los jardinillos y zonas verdes que jalonan las avenidas. Ante la alarma de los vecinos, que observan, en muchos casos con justificado temor, cómo se talan árboles y arbustos en aparente buen estado. Plantas que han crecido con ellos y los han acompañado en su devenir vital. Prefieren que los árboles mueran de pie.

Como en pie siguen ellos, seguimos quienes no estamos dispuestos a dejarnos vencer por el deterioro de nuestras células ni por los inevitables achaques de la edad. Y con renovada ilusión y alegría salimos al sol de una primavera que acaba de nacer. 

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