Las
palabras y la vida
Alberto Martín Baró
He vuelto, al cabo de
más de treinta años, al barrio de Madrid en el que habité en dos etapas de mi
vida y en cuatro casas distintas. No, no voy a abandonar El Espinar, pero
alternaré la Sierra con la capital de España.
En la gran urbe
añoraré el aire puro espinariego y en la capital, la vitalidad humana y
cultural madrileña. En su estancia en Moguer, donde escribió la joya literaria
que es Platero y yo, Juan Ramón
Jiménez echaba de menos las tertulias, el teatro y los conciertos de Madrid.
He encontrado mi
antiguo barrio envejecido, en sus edificios, en sus calles y comercios, y en
sus habitantes. Sí, ya sé que el envejecimiento de la población es un fenómeno
general de España y de Europa, del que se nos alerta desde las más diversas
instancias.
Vivimos en viejos
países de viejos, con los problemas que la vejez entraña para la sanidad, para
las pensiones y, en general, para un equilibrado sistema de convivencia social.
Trato de localizar
tiendas y establecimientos de mis anteriores estancias. ¿No estaba aquí aquel
bar, aquella ferretería –siempre he sido buen cliente de estos comercios–,
aquellos ultramarinos donde había de todo, aquella juguetería para mis hijos
niños? Desaparecieron al jubilarse sus dueños o encargados, o llevados por el
viento de la modernidad, o por los omnipresentes chinos. Otros permanecen
arrostrando con garbo los nuevos tiempos y modas.
Contemplo con una
mezcla de lástima y simpatía a las personas ancianas, a las que por un necio
sentido de la corrección hemos dado en llamar “mayores” o “tercera edad”, como
si yo fuera el espectador de Ortega, distante y distinto de mis coetáneos.
Carne de sintrón, de
insulina, de las recetas del servicio médico, servicio que los viejos manejan
con necesaria soltura. Bastantes de ellos se ayudan con andadores o, en su
lugar, con el carrito de la compra para caminar sin perder el equilibrio, y no
faltan quienes se sirven de sillas de ruedas. Otros, o los mismos, van
acompañados de cuidadoras –predominan las mujeres–, la mayoría
hispanoamericanas de rostro moreno y dulce.
Porque los viejos no
se resignan, no nos resignamos, a quedarnos en casa. Y en parejas o solitarios
llenamos las calles, hacemos la compra, frecuentamos los cafés y utilizamos sin
arredrarnos los medios de transporte público, más el autobús que el metro.
Y, hablando de
movilidad, viajan no solo por su ciudad, sino que participan con entusiasmo en
los viajes a los más diversos países que el Inserso o la Comunidad les ofrece a
precios muy ventajosos.
Los viejos no
descuidan su atuendo, se les ve muy arreglados, quizá con prendas algo pasadas
de moda.
Me cruzo con una
abuela que lleva el cochecito de su nieto:
–Mira, una palmera.
Y, pasados unos
metros:
–Mira, otra palmera.
¡Qué sería de muchas
parejas jóvenes sin la ayuda de sus padres, abuelos de sus hijos! Porque,
cuando salgo más temprano de lo habitual, sí que me encuentro con gente de
mediana edad que va apresurada al trabajo y con estudiantes. Y me ha llamado la
atención el hecho de que, a la misa de los domingos, junto a los habituales
ancianos, asisten familias con el renuevo de sus hijos mozos.
Remozando están en
nuestro barrio los jardinillos y zonas verdes que jalonan las avenidas. Ante la
alarma de los vecinos, que observan, en muchos casos con justificado temor,
cómo se talan árboles y arbustos en aparente buen estado. Plantas que han
crecido con ellos y los han acompañado en su devenir vital. Prefieren que los
árboles mueran de pie.
Como en pie siguen
ellos, seguimos quienes no estamos dispuestos a dejarnos vencer por el
deterioro de nuestras células ni por los inevitables achaques de la edad. Y con
renovada ilusión y alegría salimos al sol de una primavera que acaba de nacer.
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