Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Me
ha costado tiempo encontrar el plural de cruasán, que es la forma en castellano
del francés croissants, que en
singular lleva tilde y en plural no.
Hecha
esta precisión lingüística, paso a hablar del porqué de este blog. Hace algún
tiempo –no sabría precisar cuánto– mi mujer y yo hemos adquirido la costumbre
de bajar al restaurante La Lupa a merendar, ella un descafeinado de máquina con
leche, yo un té rojo y los dos sendos cruasanes a la plancha. Los camareros ya
conocen esta merienda nuestra y, sin necesidad de pedirla, nos la sirven.
Ya
he contado en algún otro blog que estos camareros son en su mayoría
hispanoamericanos, de Colombia, de Paraguay, de Argentina, de Venezuela… y son
la amabilidad en persona.
También
tengo ya relatado cómo otros inmigrantes hispanoamericanos se ganan la vida
acompañando a personas mayores, muy numerosas en nuestro barrio del Parque de
las Avenidas.
Ahora
que, según los últimos datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), la
población de España ha llegado a los 50 millones, debido en gran parte a los
inmigrantes, quiero hacer una precisión, a riesgo de parecer xenófobo, sobre
esta avalancha de extranjeros. Cuando estos extranjeros trabajan y asumen la
lengua y la cultura españolas, bienvenidos sean. Pero cuando pretenden vivir en
España sin trabajar, de los subsidios del Gobierno, y sin aceptar nuestras
costumbres y cultura, no puedo por menos que rechazarlos y, si en mi mano
estuviera, devolverlos a sus países de origen, aunque la población en España
descendiera de los 50 millones contabilizados por el INE.
¿Y
qué tiene esto que ver con los cruasanes? Pues tiene que ver con que los
cruasanes han sabido adaptarse a la lengua española a partir del francés croissants.
Y
como no hay nada perfecto en esta vida, los cruasanes, que a la plancha, como
nosotros los tomamos, están muy ricos, sueltan muchas migas. A pesar de este
inconveniente, los seguiremos tomando con gusto.
Como
aceptamos de buena gana los inconvenientes que a veces causan los inmigrantes.
Capítulo
aparte merece la población musulmana, cada vez más numerosa en toda España.
Aquí sí que soy abiertamente beligerante y la rechazo por varios motivos:
En
primer lugar, no existe una reciprocidad en los países islámicos a la hora de
acoger a los católicos, ya sean españoles o de otros países, y de permitirles
erigir sus templos y celebrar en ellos sus cultos. Cerca del tanatorio de la
M-30 en Madrid se alza la mezquita más grande de España. Las mezquitas se
convierten a menudo en centros no solo del culto islámico, sino también de
difusión de sus propósitos terroristas.
En
segundo lugar, no puedo por menos de tener presentes los atentados que los terroristas
islámicos han cometido en países europeos. El pasado miércoles de este mes se
ha conmemorado en París la matanza yihadista que el 13 de noviembre de 2015 se
cobró 130 vidas en la sala Bataclan, el Estadio Nacional y varios bares. En
España, el 12 de abril de 1985 se produjo un atentado yihadista en el
restaurante El Descanso, en el que murieron 18 personas y más de 100 resultaron
heridas. Y sigue habiendo dudas sobre la autoría de la matanza en los trenes de
Atocha, para algunos investigadores también atribuible al terrorismo islamista.
En
tercer lugar, los musulmanes residentes en España y en otros países europeos no
permiten a sus mujeres despojarse del burka y de otros atuendos
discriminatorios, y tanto hombres como mujeres exigen en los colegios a los que
acuden que les sirvan comidas permitidas por su religión, que excluye el cerdo
y otros alimentos.
En
cuarto lugar, la creencia islamista mantiene entre sus principios la guerra
santa contra toda otra religión o creencia.
Todas
estas particularidades de la fe predicada por Mahoma me impiden tratarla en pie
de igualdad con otros credos.
Lamento
que todo ello me haya llevado lejos de los inofensivos cruasanes, que esta
tarde volveremos a degustar mi mujer y yo, servidos por camareros
hispanoamericanos amables y serviciales.
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