7 de abril de 2024

Resurrección

Las palabras y la vida 

Alberto Martín Baró

Al conmemorar en la Semana Santa la pasión y la muerte de Jesús, y escuchar en la misa del Domingo de Ramos y en los oficios del Viernes Santo los relatos evangélicos sobre los sufrimientos y la muerte de Jesús en la cruz, los creyentes católicos no podemos por menos de sentir, como pide san Ignacio de Loyola en la tercera semana de los Ejercicios Espirituales, “dolor con Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado, lágrimas, pena intensa, de tanta pena que Cristo pasó por mí”.

Este dolor, este quebranto, estas lágrimas y esta pena intensa son compartidos por los fieles creyentes al contemplar en las procesiones de Semana Santa las imágenes de Jesús en la oración en el Huerto, de Jesús atado a la columna, del Ecce Homo, de Jesús con la cruz a cuestas, de Jesús crucificado, y de las Vírgenes Dolorosas, tan veneradas sobre todo en el sur de España.

Esta emoción y estrecha comunión con los dolores y la muerte del Hijo de Dios hecho hombre, y con su madre la Virgen María, no encuentra an mi juicio la misma correspondencia en el gozo por la resurrección de Cristo el Domingo de Pascua.

A fin de cuentas, todos sabemos que vamos a morir y los sufrimientos son el pan nuestro de cada día. Pero ¿alguno de nosotros ha visto resucitar a un muerto? A los mismos discípulos de Jesús les cuesta reconocer a su Maestro cuando se les aparece en varias ocasiones, hasta el punto de que Tomás, que estaba ausente en una de esas apariciones, muestra su incredulidad si no mete sus dedos en los agujeros de los clavos y su mano en la llaga del costado de Cristo.

Las mujeres que acuden al sepulcro y lo encuentran vacío, piensan que alguien se ha llevado el cuerpo de Jesús, hasta que Jesús se les aparece, como también se aparece a María Magdalena, quien al principio le toma por el hortelano. (Alégrense las feministas de que el Resucitado se apareciera a las mujeres antes que a los discípulos.)

No ayuda para nada a la fe en nuestra resurrección aquello, quiero recordar que era del Catecismo, de que resucitaremos con los mismos cuerpos y almas que tuvimos. Pase que las almas se conserven por ser el anclaje de nuestra identidad personal, pero unos cuerpos la mayor parte de las veces envejecidos y deteriorados al morir… No me parece a mí que la mayoría de los humanos quisiéramos resucitar con el mismo cuerpo que sobrellevamos en nuestra vida mortal.

Para colmo, afirma san Pablo en la primera Epístola a los Corintios que, “si Cristo no ha resucitado, vana es vuestra fe”. ¿Por qué, Pablo, iba a ser vana mi fe en un Jesús por mí admirado que pasó haciendo el bien y nos mandó que nos amáramos unos a otros como él nos amó?

Si al final de nuestra vida seremos examinados en el amor, ¿no bastarán esta fe y este amor, aunque Cristo no haya resucitado y aunque nosotros no hayamos de resucitar?

Con todo aplomo terminamos el Credo los católicos afirmando que creemos “en la resurrección de la carne y en la vida eterna”.

Apoyado en esta fe colectiva y en el amor, en la caridad, de la que el mismo san Pablo afirma que “no pasará”, me uno a esa esperanza en la vida eterna, aunque no sepa en qué consistirá, pues “ni ojo vio, ni oído oyó lo que Dios ha preparado para los que le aman”.

 

 

  

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