Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
A Franzina Armengol no le gustó la expresión “golpe de Estado”, que utilizó Santiago Abascal en la sesión de investidura de Pedro Sánchez para referirse a la operación montada por el candidato con Bildu, ERC y Junts para salir investido presidente del Gobierno.
¿Qué digo, a Franzina Armengol no le gustó? ¡Si la presidenta de las Cortes no es más que un muñeco riente que largó el discurso que le había preparado Sánchez o alguno de sus tropecientos asesores! Franzina Armengol, como premio a haber perdido las elecciones autonómicas y el gobierno de Baleares, ha sido colocada en ese puesto, la tercera autoridad del Estado español tras el Rey y el presidente del Gobierno, que le viene grande por los cuatro costados.
Pero dejaré a Franzina Armengol que disfrute de sus momentos de inmerecida gloria y me centraré en el principal culpable del golpe de Estado que denunció el miércoles pasado el presidente de Vox.
Porque lo que parecen ignorar tanto Armengol como Sánchez es que un golpe de Estado se perpetra no sólo mediante la “Usurpación violenta del gobierno de un país” (Diccionario panhispánico de dudas), sino también por el “Desmantelamiento de las instituciones constitucionales sin seguir el procedimiento establecido” (Diccionario panhispánico del español jurídico).
O sea, que no hace falta ejercer violencia física o armada, que solemos asociar a una sublevación o asonada militar, para que se produzca un golpe de Estado.
Golpe de Estado es también el desmantelamiento de las instituciones constitucionales que fuera de los cauces reglamentarios ya estaba preparando Pedro Sánchez cuando todavía era presidente en funciones del Gobierno.
Ciertamente es Pedro Sánchez el principal responsable del golpe de Estado y como tal le acusó Santiago Abascal. Pues ha sido Sánchez quien, para salir investido presidente del Gobierno y seguir al menos cuatro años más en La Moncloa, ha subvertido los principales cimientos de la Constitución, como son la unidad de la Nación española, la separación de poderes y la igualdad de todos los españoles ante la ley.
Pero en este atropello a la legalidad constitucional vigente no ha estado solo. Ha contado con la anuencia borreguil y pastueña de un PSOE, que hace tiempo se fue dejando por el camino la E de Español, la O de Obrero y la S de Socialista, y últimamente también se ha quedado sin la P de Partido, convertido en un aplaudidor a la china o la norcoreana de los antojos del líder. Lo cual no les exime a sus 120 diputados de responsabilidad en el golpe de Estado, más grave si cabe en un ministro, una ministra o un alto cargo que, por su condición de juez, jueza o catedrática de Derecho Constitucional –sí, Fernando Grande-Marlaska, Margarita Robles o Carmen Calvo, por citarlos con sus nombres y apellidos–, no podían ignorar la prevaricación que estaban cometiendo.
Y he dejado para el último lugar a los independentistas catalanes, aunque bien podrían ocupar el primero y más responsable en la perpetración del golpe de Estado, que primero se llevó a cabo en Cataluña y luego, mediante los pactos de ERC y Junts con Sánchez, ha extendido sus tentáculos al resto de lo que ya difícilmente podemos denominar España.
Una España en la que los golpistas son amnistiados, los jueces perseguidos, el Estado despojado de sus mecanismos de defensa y más de la mitad de los ciudadanos ya no somos iguales ante la ley y nos vemos privados de los más elementales derechos.
Este es el programa con el que Pedro Sánchez Pérez-Castejón, en un día aciago para la Nación española, ha sido investido presidente del Gobierno.
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