Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Ignoro si todavía hay mujeres que, al ser preguntadas por su profesión, responden: “Ama de casa” o “Sus labores”.
Mi madre estudió Farmacia, pero no llegó a ejercer de farmacéutica, ni siquiera de auxiliar o, como se decía antiguamente, de mancebo. Al casarse con mi padre, y a pesar de tener durante gran parte de su vida dos muchachas o criadas, fue ama de casa. Y madre muy querida de sus seis hijos.
Hoy me llama la atención el hecho, insólito hace algunos años, de que existen no pocos “amos de casa”, no en el sentido de dueños de la vivienda en que habitan, sino porque son ellos los que se encargan de las tareas domésticas.
Ello puede deberse a que carecen de un empleo o trabajo fuera del hogar, o a que la actividad profesional de la mujer proporciona al matrimonio o a la unidad familiar mayores y mejores ingresos que los del hombre.
En estos casos ya no se habla de conciliación, sino lisa y llanamente de cambio de roles. El marido o pareja masculina asume –y yo conozco bastantes casos en los que lo hace encantado– las labores de la casa y el cuidado de los hijos.
O sea, que hace la compra, cuida de que el frigorífico o la despensa estén suficientemente abastecidos, prepara el desayuno, la comida y la cena, limpia la casa, hace las camas, pone el lavavajillas y la lavadora, tiende la ropa, la recoge y plancha si es menester… También lleva a los niños al colegio y va a buscarlos a la salida.
La mujer o pareja femenina echa una mano en estos quehaceres, como antes lo hacía el hombre. En mi larga vida laboral, yo salía de casa a primera hora de la mañana y volvía al atardecer; entonces no había trabajo telemático, que yo sí practiqué una vez jubilado. Así que ayudaba a mi mujer los fines de semana y días de fiesta, más que nada en faenas de limpieza.
He aprendido a cocinar muy tardíamente y me guío por una libretita con las recetas que me dictó mi primera mujer cuando la enfermedad le impidió cualquier actividad en la que se necesitaran las manos.
Hablo con la nuera de mi actual mujer del sinfín de faenas domésticas que jalonan los días de las amas y los amos de casa. Nunca se acaban, son machaconamente repetitivas y, no bien termina una, ya está pidiendo su turno la siguiente.
¿Cómo dar un sentido a estas cansinas labores?
Yo solo le encuentro uno: llenarlas de amor al “conviviente”, denominación que ha adquirido carta de ciudadanía en la pandemia del coronavirus.
Del mismo modo que el o la conviviente nos demuestra su amor entre los pucheros de los que hablaba santa Teresa de Jesús, entre los cuales también “anda el Señor”.
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