Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Se
empezó a poner la tercera dosis de la vacuna anticovid a los ingresados en
residencias de mayores. Después se fijó en sesenta y cinco años la edad a
partir de la cual se recomienda esa tercera dosis. Ahora se habla de
administrarla a edades inferiores. De todos modos, no es fácil orientarse en
este campo, dado que muchas disposiciones relacionadas con la lucha contra el
coronavirus varían de unas a otras comunidades autónomas.
Esta
cuestión de la conveniencia de la vacunación contra el covid por franjas de
edad me ha llevado estos días a reflexionar sobre la vejez, sus límites,
carencias y posibles remedios.
Me
ha extrañado que ese gran periodista y escritor que es Pedro G. Cuartango, en
un artículo publicado recientemente en el diario ABC, estuviera en desacuerdo
con el elogio que el orador, político y filósofo romano Cicerón hace de la
vejez en su libro De senectute, que
suele traducirse en español como El arte
de envejecer. Y disiente Cuartango a cuento de los males físicos y achaques
de los que se quejaban en una reunión un grupo de amigos del articulista.
Los
viejos se pueden dividir –esto lo aventuro yo– en dos grupos. Por un lado,
están aquellos que continuamente hablan de sus dolencias y te cuentan con todo
lujo de detalles su tratamiento o su última operación. Me temo que estos son
mayoría. Luego no faltan quienes, por el contrario, alardean de su buena salud,
de que a ellos “no les parte un rayo”. Y me parece que son minoría.
En
la citada obra, Cicerón, por boca del político, escritor y militar romano Catón
el Viejo, hace un elogio de la vejez y rebate los cuatro defectos que se
achacan comúnmente a la vejez: 1. La vejez aparta de las actividades. 2. La
pérdida de la fuerza física. 3. La vejez hace perder el disfrute de los
placeres. 4. La proximidad de la muerte.
“La
vejez –dice Cicerón Catón– es honorable si ella misma se defiende, si mantiene
su derecho, si no es dependiente de nadie y si gobierna a los suyos hasta el
último aliento”.
Me
detengo en la tercera condición para que la vejez sea “honorable”: “Si no es
dependiente de nadie”. Está claro que la edad avanzada nos aparta de las
actividades, nos hace perder fuerza física, memoria y deleite de los placeres,
y nos aproxima a la muerte. Pero todas estas carencias son relativas y pueden
superarse, mientras que la dependencia es, a mi juicio, el principal obstáculo
para la vida “honorable” del anciano.
Cada
vez que he visitado una residencia de mayores, o sea, de viejos, he salido
deprimido. Comprendo que en muchos casos es la única solución para las personas
dependientes que no tienen otra forma de satisfacer sus necesidades cotidianas.
He
conocido en mi familia a viejos que no podían vivir solos y estaban acogidos
por una hermana casada y con hijos, o por otros parientes. Esta convivencia
familiar es, hoy día, poco menos que imposible.
A
menudo decimos de algún viejo conocido que tiene “la cabeza perdida”. Le
compadecemos y no querríamos que esa pérdida nos ocurriera a nosotros. Pero
quizá la persona que la padece es más una carga para quienes conviven con ella,
mientras que ella misma no es consciente de su estado.
De
nosotros depende en gran medida que su vejez sea “honorable”.
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