Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
El lamentable espectáculo de las elecciones catalanas ha hecho revivir en mí un arraigado rechazo al sistema de democracia representativa basado en las votaciones a unos candidatos propuestos en listas cerradas por los partidos políticos.
La elevada abstención, de casi la mitad del electorado, que se ha registrado en estas elecciones autonómicas, me induce a pensar que no estoy solo en el mencionado rechazo.
Rechazo que, en mi caso, se basa en las siguientes razones:
1. Por qué voy a dar mi voto a unas personas de las que, la mayoría de las veces, no conozco más que el nombre y su afiliación a un partido político.
El elector catalán medio no conoce a los candidatos propuestos por los partidos, fuera de los que encabezan las listas de las principales formaciones, Salvador Illa, Carles Puigdemont y Pere Aragonès.
2. Por qué voy a elegir a un determinado partido político, y no a otro, cuando prácticamente ninguno de ellos ofrece propuestas para resolver los problemas reales de los ciudadanos y, cuando las incluye en su programa, luego no las cumple.
En el caso de las elecciones catalanas, ¿qué han ofrecido los partidos políticos a los votantes aparte de un nacionalismo vacío de contenidos realistas, o un independentismo irrealizable, o vagas promesas de autodeterminación y soberanía utópica, sin afrontar las graves cuestiones de la inmigración ilegal y falta de seguridad, únicamente planteadas por Vox y, de algún modo, por el PP?
3. Que a estas alturas de la historia se sigan calificando las formaciones políticas de derechas o de izquierdas, unos calificativos que surgieron en 1789 en la Asamblea constituyente francesa por la situación de las sillas, a la derecha las de los representantes conservadores partidarios de la monarquía y, a la izquierda, las de los revolucionarios que tenían una visión opuesta.
En el panorama político catalán, ¿cabe hacer una clara distinción entre derecha e izquierda? Los revolucionarios franceses de 1789 se carcajearían de las pretensiones “progresistas” del PSC y de ERC, y los partidarios de una monarquía constitucional no hallarían una derecha conservadora en el prófugo de Waterloo, por más que este nombre les sonara a reminiscencias napoleónicas.
4. Me niego a que unos partidos políticos, cuando llegan al poder, me impongan una ideología, en vez de dedicarse a gestionar la enseñanza, la sanidad, la economía, la agricultura, el transporte y demás campos donde se concretan las cuestiones que preocupan a la gente de a pie.
Ninguno de los partidos políticos catalanes cuenta con candidatos expertos en cualquiera de los ámbitos que atañen a las realidades sociales, culturales, económicas, sanitarias, alimentarias que preocupan a los habitantes de Cataluña, como a los del resto de España. El ganador de las elecciones del 12-M, Salvador Illa, no puede presentarse como buen gestor teniendo en su pasado como ministro de Sanidad la calamitosa gestión del Covid-19, en la que a estas alturas aún ignoramos el número de muertos y sí sabemos que no hubo expertos de ningún género.
5. Abogo por un gobierno de tecnócratas, elegidos por sus méritos y capacidades en un sistema de oposiciones decididas por especialistas de reconocido prestigio.
¿Dónde están los catalanes de reconocido prestigio que velaran por dotar a las instituciones de candidatos expertos en las distintas materias? ¿Illa, Puigdemont, Aragonès, Junqueras, Rufián, Marta Rovira…?
Claro que, en el panorama del resto de España, la
situación de los partidos no es mejor. Habrá que recurrir a asociaciones y
fundaciones independientes, estas sí, sin ánimo de lucro, donde trabajan por el
bien común profesionales prestigiosos al margen de los partidos políticos.
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